Historias taurinas
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Historia Taurina
Costó trabajo de convencer, pero al final cedió. No parecía empresa fácil para Manuel Molés, aquel año de 1988, organizador del evento. La tradicional corrida de la prensa alcanzaba su 90 edición y necesitaba un aliciente distinto. El periodista no lo dudó. Los toros de Victorino Martín eran de por sí un reclamo. Pero hacía falta un remate, poner la guinda al pastel.
El objetivo era hacer la corrida mucho más atractiva de cara a los públicos, tanto aficionados como espectadores ocasionales. Molés mascullaba en silencio una idea. Tratar de que Pedro Gutiérrez Moya El Niño de la Capea estuviera en los carteles y matase la corrida en solitario. Hizo el ofrecimiento al espada salmantino y finalmente, tras las primeras reticencias del matador, este accedió. El sueño del periodista de Castellón se hizo realidad.
Cuando se hizo público el cartel, la expectación creció sobremanera. Todo estaba dispuesto. El día 28 de junio de 1988, en la Ventas del Espíritu Santo, primera plaza del mundo, la que da y la que quita, se lidiarían seis toros de Victorino Martín. Estos serían lidiados y muertos a estoque por Pedro Gutiérrez Moya El Niño de la Capea en solitario. Muchos no salían de su asombró. El Niño de Capea no era asiduo en los carteles de Victorino. Si matar dos toros ya hubiera supuesto una gesta, estoquear seis era una apuesta muy arriesgada. ¿Estaría a la altura de las circunstancias ante unos toros de personalidad tan acusada? ¿Saldría airoso del trance? El enigma se resolvería el martes 28 de junio.
Victorino Martín, quien manejaba magistralmente la comunicación, preparó una corrida a modo para la ocasión. En las Tiesas de Santa María, predio de los cárdenos albaserradas, se embarcaron seis toros. Gallito, número 62, nacido en diciembre de 1983, 497 kilos; Esquinero, 74, diciembre 1983, 570 kilos; Cumbrerillo, 69 enero 1984, 495 kilos; Hotelero,93, enero 1984, 551 kilos; Escribiente, 105, febrero 1984, 520 kilos, y Milano, 114, mayo 1984, 566 kilos. Todos de capa cárdena. Tres de ellos –Cumbrerillo, Hotelero y Escribiente– eran hijos del legendario Belador, indultado en la misma plaza en 1982 y que Victorino utilizó como semental en su ganadería.
La hora de la verdad había llegado. En Las Ventas se roza el lleno. El festejo es televisado en directo. El rey Juan Carlos I ocupa una barrera. En el patio de caballos, solo y pensativo, está El Niño de la Capea. Viste un rutilante vestido, verde y oro, cosido por el sastre de toreros Fermín. Se ciñe el capote de paseo de forma ceremoniosa, sin prisa, pero sin pausa. El compromiso es grande, pero su capacidad para resolverlo de forma sobrada, también. Suenan clarines y metales.
El paseíllo más largo comienza. El público rompe en una ovación de gala, que hace que el matador se desmontara a mitad del paseo. Los aplausos no cesan. Tras romper filas las cuadrillas, el matador tiene que saludar desde el tercio. La primera batalla, la que se libra contra el público, estaba ganada. Los asistentes se habían rendido, y reconocido, ante la gesta del matador salmantino.
La corrida dio comienzo. Los cuatro primeros toros no se prestaron al lucimiento. No permitieron a su matador destacar con el capote. En la muleta, por unas causas u otras, no tuvieron entrega. Les faltó esa codicia que se espera de los toros que cría Victorino. Alguno incluso tuvo esa guasa mala que también los caracteriza. Todo había quedado en detalles, en pinceladas sueltas en un lienzo inacabado. Aun así, el público agradecía la actitud del espada, quien andaba fácil con los aceros, discurriendo el festejo con una celeridad que ante la falta de un lucimiento rotundo, era de agradecer. Las posibilidades de triunfo se iban agotando. Solo quedaban dos animales en chiqueros. Salió el quinto. Decían en la época de El Guerra que no había quinto malo. Así fue.
Atendía por Cumbrerillo, era hijo del indultado Belador. Como sus hermanos fue bravo en el caballo. El sobresaliente se lució en un quite. Capea tomó los trebejos de torear e inició el trasteo con unos ayudados por bajo a dos manos que resultaron primorosos. Ese toreo a dos manos, florido y barroco, pero también recio y dominador, fue el inicio de una faena histórica. El trasteo tuvo un denominador común. El toreo de verdad. El que se ajusta a sus cánones más puros.
El torero adelantaba la muleta, embarcaba la embestida del animal y la llevaba en líneas churriguerescas hasta detrás de la cadera, sacando la muleta por debajo de la pala del pitón. Así se sucedieron las tandas. El toreo al natural resultó sublime. Rotundo, pero etéreo, profundo, pero sencillo. El hombre se abandonó llevado por el espíritu del ritual taurómaco, tanto así que estuvo a punto de ser herido, todo fluía puro y nítido. Unos se levantaban, otros se ponían las manos en la cabeza.
El toro era bravo, pero el Niño de la Capea estuvo a la altura de las circunstancias. En muchas ocasiones, los bravos descubren las limitaciones de los toreros, en esta ocasión, la bravura, no dejó al aire nada más que la maestría y verdad de un torero que demostró una capacidad sin igual para realizar algo tan bello y preñado de hermosura.
La espada puso rúbrica final a una faena inmaculada en forma y concepto. Las dos orejas, otra más cortó en el sexto, suponían el triunfo y la gloria. Por la puerta grande, de verde y oro, a hombros hacía la calle de Alcalá. Todo había terminado. El toreo de siempre se había hecho presente en una jornada que ha pasado a la historia.
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