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Entrevista con Rancio

"Hay bares en los que habría que pagar una entrada"

Julio Muñoz juega con un bolígrafo delante de la histórica Mantequería Bellido, en Madrid.

Julio Muñoz juega con un bolígrafo delante de la histórica Mantequería Bellido, en Madrid. / Bea Hohenleiter

–En la contraportada del libro está la definición de la palabra malaje, pero ¿con cuál se queda del término rancio?

–Para mí rancio es alguien que valora e intenta conservar las tradiciones. Vivimos en un mundo global y lo único que nos singuraliza son las particularidades de cada ciudad. Y tenemos la suerte de vivir en una ciudad con marcas muy fuertes. Rancio es alguien que protege esas tradiciones, porque es un manera de estar un poco menos perdido.

–¿Y el malaje del que habla en su última novela es alguien sevillano o hay también gran tradición en otros lugares?

–Hay más en otros sitios, pero en Sevilla tenemos la maravillosa virtud de definir al malaje. Mi abuela, por ejemplo, no decía palabrotas, sino utilizaba malaje. En Sevilla no hay muchos, pero aquí utilizamos esta palabra mejor que en ningún sitio. Es uno de nuestros patrimonios. He estado viviendo 10 años en Madrid y allí nadie decía malaje.

–Al de su novela lo define como “calvo, extremadamenrte delgado y muy casposo” ¿Está basado en alguien en concreto o es producto de su imaginación?

–Yo escribo los libros de manera intensiva. Voy apuntando durante todo el año y luego en cinco o seis días me pongo a escribirlo. Suelo tener una trama preparada, pero a veces no me encaja al ponerme a escribirla. En este caso, el malo de esta novela no me funcionaba de ninguna manera. Al principio iba a ser un neonazi, pero uno de los días vi un tío en la calle Hiniesta que era exactamente lo que estaba buscando. Y al día siguiente lo volví a ver en la misma calle y pensé que era una señal. Tenía toda la pinta de ser un vecino, pero no lo he vuelto a ver. Seguramente sea una bellísima persona, pero tenía una cara de sieso espectacular e iba vestido cochambroso. A partir de convertirlo a él en el malo, empezó a salir del tirón. Es más, el de la portada se parece a él.

Mi abuela, por ejemplo, no decía palabrotas, sino utilizaba malaje para hablar mal de otro”

–Lo que ha tenido bastante malaje ha sido el 2020, ¿no?

–Lo difícil que es poner a todo el mundo de acuerdo en algo y creo que en esto lo estamos. Ha sido objetivmanete un año malaje. Hay cosas que se van a quedar que harán la vida más fea. Aunque haya una vacuna, nos va a costar recuperar ciertas cosas. Vamos a salir distintos de todo esto.

–Precisamente sobre el coronavirus, ¿la pandemia ha tenido sitio en la novela?

–No la he querido meter porque creo que lo iba a marcar temporalmente. Iba a envejecer mal el libro. El asesino de la regañá salió hace seis años y aún me manda fotos la gente con el libro recién comprado.

–Esta novela es una entrega más de la saga de los inspectores Jiménez y Villanueva, ¿cuántos quedan?

–Se me ocurren pocos planes mejores que seguir escribiendo esta saga. Cuando escribí el primero pensaba hacer sólo tres y ya van ocho. La acogida de la gente es maravillosa, hay mucho movimiento en librerías y vamos a sacar la tercera edición, que esperábamos sacarla justo antes de Reyes. Es una pasada. He dejado libros firmados en algunas de barrio, que son las que peor lo han pasado.

Seguramente sea una bellísima persona, pero tenía una cara de sieso espectacular e iba vestido cochambroso”

–¿Y a usted se hace gracia? ¿Se ríe mientras los crea?

–He llorado de la risa escribiendo en dos momentos. Uno con el final de El prisionero de Sevilla Este, que sale José Manuel Soto con una metralleta; y con dos capítulos de este libro, que sabía que me lo iban a decir. Son un interrogatorio y un exorcismo. David (González), el editor, me pidió que lo hiciera más largo porque se tiraba al suelo de risa. Pero siempre hay un punto de vértigo por saber si a la gente le va a gustar.

–¿Y escribir sobre otros temas fuera de la marca Rancio?

–El anterior fue Tinnitus y no fue humor. Algunos me preguntan por una segunda parte, pero fue tan personal, que me harían falta otros 30 años para hacer otro. Sin embargo, con Rancio hay un material ilimitado. Me voy a bares y me pongo a escuchar mientras hago como que miro el móvil.

–¿Nos dice alguno de esos sitios de inspiración?

–Me gusta mucho Gonzalo Molina, en la calle Relator. Ahí, flipas. Cuando entras, hay un póster de Silvio y botellines fresquitos. Todo el que entra tiene algo que contar. En Álvaro Peregil también disfruto mucho. Allí yo he llorado de risa escuchando a gente. Hay bares de Sevilla en los que habría que pagar una entrada. Y también en El Garlochí. Ahora, desgraciadamente no se puede, pero estar por la noche entre semana jugando con Miguel al dominó es de las cosas a las que puedo dedicar tres horas.

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