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La transformación urbana de Sevilla

Urbanismo: Una revolución en contra de los elementos

  • Sevilla se reinventó a sí misma en los cinco años previos a la Expo 92 hasta lograr su vieja aspiración de ser una metrópolis contemporánea.

Los anales latinos cuentan que Augusto, el sucesor de César, encontró una Roma de madera, piedra y adobe y, al término de su largo imperium, legó a la posteridad una urbe de mármol. Capital imperial. Sevilla, que siempre ha aspirado sin éxito a ser una réplica de la ciudad italiana, tuvo su particular ab urbe condita antes de 1992, cuando el proyecto para celebrar una Muestra Universal comenzó su difícil andadura en una ciudad subdesarrollada, de cultura más agraria que comercial, a pesar de haber nacido por lo segundo más que por lo primero; con rasgos latinoamericanos en el interior de muchos de sus barrios y cuya imagen se construía sobre una limitadísima colección de estampas gastadas por los vicios del folclore y los lugares comunes.

La Sevilla de los años 80, donde nació la autonomía, era una urbe pobre, limitada y sin un horizonte colectivo. Había vuelto la espalda a su origen –el Guadalquivir, que también ha sido su gran enemigo histórico– y se proyectaba hacia el exterior sin otro modelo de ensanche urbano más que el que imponían los hechos consumados. Las antiguas propiedades rurales, en pocas manos, mutaban en urbanas sólo por interés económico. Los caminos ganaderos, seculares, se asfaltaban para que funcionaran como carreteras. Los nuevos barrios de aluvión, nacidos al calor de la emigración de los años 50 y 60, se multiplicaban sin orden ni concierto. Sin más lógica que el beneficio más inmediato. El único ejemplo de ciudad ideal –el ensanche del Paseo de Las Delicias y el posterior recinto de la Expo del 29– era un mero decorado puntual dentro de una urbe carcomida. El centro padecía los males de la ruina y la piqueta. La periferia empezaba ya en la calle Torneo. La segregación territorial no era una teoría, sino un hecho cierto.

El 92 transformó todo este lúgubre paisaje. Y lo hizo en apenas un lustro. Las obras de remodelación urbana impulsadas por el Estado con el pretexto de la Muestra Universal, que comenzaron cinco años antes del certamen pero no fueron visibles para la mayoría de los ciudadanos hasta que cayó el metafórico muro de Torneo, vinieron a rescatarnos del profundo reflujo de la historia y nos situaron de golpe casi una década por delante de otras urbes, salvo Madrid y Barcelona.

No fue un proceso fácil. Una parte de la ciudad nunca vio con buenos ojos el proyecto de la Exposición Universal por no haber podido apropiarse, como era su costumbre, de la totalidad de las plusvalías en juego, y la fuerte apuesta de regeneración urbana, esencial para garantizar el éxito de la Muestra, contó desde el principio con una oposición oficial, y oficiosa, tan dura como la que encontró el ilustrado Olavide en la Sevilla del siglo XVIII.

Si el célebre Asistente, de origen peruano, chocó con las fuerzas vivas de una urbe que se oponía a cualquier alteración del statu quo, la historia, que es cíclica, volvió a repetirse, aunque con variantes, en el 92, cuando la reformulación de Sevilla tuvo que enfrentarse a todos los elementos posibles. Tiempo y dinero. Escepticismo e incredulidad.

Y, sin embargo, la revolución del 92 nos legó una ciudad totalmente contemporánea de la que ahora todo el mundo –incluso los más firmes opositores a un certamen que venía de fuera, como si esto fuera un demérito– hacen bandera. Desde entonces las inversiones públicas del Estado se han derrumbado hasta convertir a Sevilla en una de las urbes que menos atención ha recibido durante la última década en los sucesivos presupuestos del Gobierno.

Era lógico que la curva de inversión descendiera –una Exposición es un hecho irrepetible–, pero no con la intensidad con que lo hizo. Y sin motivo real. Baste un dato: la renovación urbana de Sevilla, sin contar los grandes equipamientos, costó unos 900 millones de euros (excluyendo la Cartuja) y casi 1.600 millones de euros si se suma el recinto de la Muestra (215 hectáreas). Sólo un 10% del total de este dinero se utilizó en mejorar infraestructuras urbanas. El resto se gastó en los grandes edificios de rango regional –la estación de Santa Justa, el aeropuerto de San Pablo o el AVE lo son– y en programas de inversión en otras partes de Andalucía.

Sevilla, evidentemente, fue la principal beneficiada, aunque no la única bendecida. La oposición al proyecto, por tanto, fue  triple: sevillana –indígena, podríamos decir–, regional y hasta nacional, como evidenciaron las críticas que recibió el Gobierno socialista tras decidir hacer el primer AVE en Andalucía en lugar de en Cataluña, con mayor peso –entonces y ahora– económico.

Y, sin embargo, el tiempo demostró que la apuesta fue correcta: si el 92 no hubiera tenido como escenario Sevilla y, por extensión, Andalucía, los históricos problemas de vertebración territorial de España, al igual que ocurre todavía en Italia, que tiene un Sur muy deprimido frente a un Norte  rico, con mayor renta, no se hubieran salvado en décadas, lo que hubiera lastrado a la economía nacional.

En términos urbanísticos, la Exposición Universal fue como el Dios del Antiguo testamento: configuró la Sevilla moderna. Hasta ese momento ninguno de los dos modelos urbanísticos completos que había dibujado de sí misma la capital de Andalucía –los planes del 1942 y 1962– se cumplieron, si bien algunas de sus ideas globales (las reservas de suelo) permitieron que el PGOU de 1987, que fue el que se encontró la Exposición Universal, llegara a hacerse realidad en el último momento y en un plazo excepcional: poco más de cinco años.

La Sevilla previa a la Exposición carecía de rondas urbanas, las carreteras eran insuficientes para un tráfico que ya empezaba a ser metropolitano –el fenómeno de la colonización inmobiliaria del Aljarafe comenzó en la década de los 60–, tenía su gran obstáculo territorial en un río que había sido fragmentado en distintos tramos para impedir su desbordamiento –sólo había siete puentes– y ni siquiera contaba con un paso viario a distinto nivel. El primero fue el que existe, desde entonces, en la calle Arjona. La Cartuja era un vago recuerdo oculto por un muro. Un territorio agrícola donde sólo moraba un monasterio del siglo XV que después se transformó en una fábrica de loza. El tren dividía a la ciudad por el Oeste y el Este. Las vías ferroviarias eran las nuevas murallas interiores. El río no se concebía más allá de la dársena histórica que moría en Chapina –donde se cegó una parte del Guadalquivir para crear un tapón artificial que no era sólo fluvial, sino también territorial: todos los coches del Aljarafe circulaban por él o usaban los escasos puentes existentes dentro de la ciudad para salvar el cauce– y la red viaria se sustentaba sobre 123 kilómetros de antiguos caminos rústicos que, como  cordeles, obligaban a que todos los movimientos se hicieran en dirección a la ronda histórica, alrededor del casco antiguo. Y, pese a todo esto, aquella Sevilla a algunos le parecía ideal y, por tanto, intocable.

La revolución del 92 no nació en un terreno abonado. Es cierto. Pero sus frutos son indiscutibles. El Guadalquivir recuperó en su trayecto urbano siete kilómetros de recorrido –hoy protagoniza un espacio paisajístico de doce kilómetros, si bien todavía carece de un plan integral de usos–, el dogal ferroviario decimonómico se eliminó casi por completo –excepto la parte que discurre entre Bueno Monreal y Pineda; innecesaria frontera para el Polígono Sur– y se multiplicaron las opciones de desarrollo inmobiliario en zonas como la Buhaira, Nueva Torneo o San Bernardo. La estación de Santa Justa consolidó a Nervión como el centro real de Sevilla y permitió reutilizar para fines comerciales las terminales de San Bernardo y Plaza de Armas. El viejo aeropuerto se sustituyó por un edificio de Rafael Moneo. La Isla de la Cartuja mutó en una urbe vanguardista –cuyas posibilidades de equipamiento aún no han sido  suficientemente explotadas, dado el posterior proceso de privatización del suelo, impulsado por el socialista Jaime Montaner– a las puertas de la urbe histórica. Se construyó la SE-30 (la Ronda Norte se quedó a medias), una conexión directa entre San Pablo y la Expo (Supernorte) y Sevilla, que hasta el siglo XIX todavía tenía el paso de barcas para ir a Triana, incrementó en nueve sus puentes con deslumbrantes obras de ingeniería como el Quinto Centenario, Barqueta o el Alamillo. También hubo pastiches: el puente del Cachorro. Una nueva estación de autobús y nueve rondas urbanas permitieron, por primera vez en la historia, contar con una red reticular para moverse por la ciudad. Estas operaciones, que se dilataron en algún caso hasta después del 92 y dejaron en herencia 75 kilómetros de viarios, son la herencia oculta del certamen, más allá de los grandes proyectos. Sin la Expo no se podría ir de la Borbolla a La Corza, de María Auxiliadora a Los Remedios, moverse entre los distintos barrios que recorre la avenida Pío XII, transitar por la actual Sevilla del Tamarguillo –tan distinta a la urbe miserable que anegó este arroyo periférico en los sesenta–,  o atravesar  los viejos caminos del ferrocarril pasando por la Buhaira. Tampoco habría Cercanías en Viapol y quizás el Metro, que llegó diecisiete años después, seguiría siendo una quimera. Muchos barrios no habrían podido crecer sin la sucesión de circunvalaciones del 92. Sevilla es la cabeza de Andalucía por motivos geográficos –el valle del Guadalquivir–, históricos o políticos –la autonomía–. Hasta el 92 esta condición era tan honorífica como consuetudinaria. Hace veinte años se transformó en una realidad. Algo irreversible.

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