Cultura

Una lira con cuerdas de luz

  • El cineasta Abel Gance, auténtico visionario, escribió un dietario lleno de páginas incandescentes que ahora por fin se han traducido al español.

Prisma. Abel Gance. Trad. Pablo Ires. Cactus & EST. Buenos Aires, 2014, 320 págs. 27 euros.

Libro exaltado, como escrito en un último aliento luminoso y desgarrado, Prisma de Abel Gance es, sin embargo, el fragmentario dietario que el famoso cineasta (Yo acuso,La rueda, Napoleón,...) escribiera y revisara durante más de 20 años (1908-1929), lo que da noticias de la magnífica obstinación de un visionario adelantado a su tiempo (quizás a todos los tiempos, al menos en términos fílmicos) que dejó en estas anotaciones desorbitadas la mejor guía posible, remedo de la potencia rítmica y asombroso imaginario del mismo, con la que adentrarse en su universo fílmico y comprenderlo íntimamente. Gance filmaría mucho más (hasta 1972) y viviría mucho más (hasta 1981), pero como preso en la larga resaca de estos inigualables años de fuego, durante los que, no obstante, nunca se obturó ni su capacidad crítica ni la asunción de la imposibilidad industrial de sus aspiraciones artísticas para el arte de las luces y las sombras.

Prisma, afortunadamente, no es un libro de cine. Estas más de 300 páginas incandescentes -como las denomina la también cineasta y cómplice Nelly Kaplan en su prólogo- son otra cosa, inclasificable sin duda, a medio camino de una atormentada confesión personal, del deletreo eufórico y desmedido de las elecciones afectivas de un joven brillante de rara inteligencia e inusitada sensibilidad (primero Novalis y Nietzsche, padres tutelares, luego Boehme, Spinoza, Lamarck, Paracelso o Kipling), y, sobre todo, de un extraño pliego de deseos donde se atropellan visiones y plegarias. Es esta última condición del escrito, la de espejo de iluminaciones y acopio de entusiasmo espiritual, la que más tiene que ver con el cine, con su potencia desmedida de tratar con lo invisible pero también con la cruz de esta virtualidad, es decir, con su mediocre actualización en fórmulas de poca monta; y bien podría decirse del Gance de Prisma lo que más tarde se dijo de los críticos feroces de la nouvelle vague, que ya hacía cine cuando escribía, como insomne, sobre telepatía o magnetismo, sobre la fascinación hamletiana por el espectro y la ascensión en espiral camino a Dios. De esta forma, ya antes de encontrar en la venta de guiones y la dirección de películas una manera de descargar el alma dolorida y apropiarse de una posibilidad vital, Gance intuye el estatuto demediado de sus escritos, su condición de traducción en última instancia inoperante: "Este ropaje impreso te va mal, tú tienes cabellos demasiado largos para nuestra época".

Este camino hacia el cine, este devenir-cineasta de Gance (la editorial Cactus no da puntada sin hilo, y destellan aquí estrellas de una misma y reconocible constelación, el Deleuze de Diferencia y repetición, o el Butler de Vida y hábito, para quien una ameba podía convertirse en un elefante con tal de proponérselo), sólo puede entenderse desde el primer movimiento teórico del séptimo arte -el de Delluc, Epstein o, claro, Canudo-, vástago de la modernidad que, como capturó con belleza Élie Faure, nacía del lecho de boda que habían compartido poesía y ciencia. Ciencia y arte, poesía y matemática, física y espiritualidad son los elementos en taracea que aquí agita Gance en pos de una transfiguración anhelada en el arte y en la vida. Y son el deseo de ir más allá, la apuesta por la fe y el entusiasmo frente a las herencias entorpecedoras y a esa pesada gravedad enemiga declarada de todo lo alado, los pilares de un cambio de percepción necesario -ese prisma que se desliza ante nuestros ojos rompiendo con "la línea recta" y corrigiendo "malos hábitos seculares"- con el que intensificar los movimientos de la luz y el pensamiento (y en estos pasajes Gance araña con palabras lo que sólo sabrá expresar el arrebato de su formas cinematográficas: las sobreimpresiones, la cámara desencadenada, lenta y rápida, el tríptico de pantallas de su frenética polivisión).

Moldeador de almas, sacerdote ebrio de nueva religión que declama al vacío desde el precipicio, el sueño de Gance es uno de superación de la muerte, o uno donde la muerte no es sinónimo de pérdida definitiva. Prisma, que el cineasta define como "un puñado de niños muertos a los que hay que dar sepultura", reposa su centro en un emocionante y llamativo lamento ante la desaparición prematura del gran amor del cineasta, Ida Danis, futuro gran interlocutor de la telepatía transgresora del joven artista. Este estructural componente de ultratumba fue el que ahuyentó a su gran amigo Blaise Cendrars de la tarea de introducir el libro, prefacio que acometió a la perfección otro camarada, Faure, no obstante obviando, como remarca Kaplan, "los textos donde las lágrimas necrofílicas ahogan las fuerzas y la profundidad de las ideas". Pero más allá del explícito coqueteo literario con Novalis y sus reveladoras noches frente a la tumba de Sophie, la muerte, entendida como tránsito y transformación, excita en Gance una comprensión de la vida y el arte basada en el reencuentro y en la inmortal irradiación de la memoria (de ideas y afectos). Así, la muerte de Ida, como la de Delluc, Canudo, Séverin-Mars (el Sisif de La rueda) o la que arrasó Europa durante la Gran Guerra, son las que empujan a Gance fuera de sí mismo, abren sus sentidos, sintonizan las "antenas de su intuición"; las que, en definitiva, se agazapan tras la urgencia nietzscheana por encontrar para los cantos nuevos una lira nueva.

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