QUE el ciclismo camina hacia su autodestrucción desde hace una década es algo cada vez más evidente. Mientras otros deportes ocupan sus espacios vacíos de competición con declaraciones altisonantes, fichajes y proyectos, el ciclismo lo hace alimentado el desprestigio de sus héroes bajo el palio de la pureza. No hay nada más triste ni más rastrero.

No seré yo el que inicie una cruzada para defender a Alberto Contador. Tampoco seré el que lo demonice. Cada conciencia es libre y cada cuál sabe lo que hace. Desde hace mucho tiempo, en este rincón se ha abogado por que cada cual tome lo que quiera bajo su responsabilidad, que cada cuál ya es mayorcito. Para educar están los padres y los maestros, no los directores deportivos ni los médicos.

Dicho esto, lo que más sorprende con el caso de Contador no es que sea inocente o no, que se haya tomado esto o aquello o no. Lo que más sorprende son dos asuntos clave. El primero concierne al propio ciclismo y es cómo un equipo hiperprofesionalizado como el Astana puede permitir que alguien ajeno a la escuadra lleve alimentos a sus asalariados y estos coman esos alimentos sin que nadie, salvo el cocinero, lo sepa. Eso, en cualquier estructura profesional del deporte, es inadmisible. La otra cuestión es la del patriotismo barato de este país que juzga los asuntos de acuerdo a donde haya nacido el protagonista. Por menos de lo que le ha pasado a Contador, por simples habladurías o chismes de ex compañeros de equipo despedidos, en este país se ha crucificado a Lance Armstrong, quien, por cierto, nunca dio positivo en algún control antidopaje.

Si el que, injustamente reitero, está bajo sospecha es Alberto Contador, los mismos que se burlan del americano salen a la batalla por el español. Los mismos a los que habría que recordarles que la justicia es justicia cuando es igual para todos. Vengan de donde vengan, recen a quien recen o tomen lo que tomen.