Tribuna

Manuel Lozano Leyva

Lecciones de Fukushima (y II)

Aparte de las enseñanzas técnicas que nos ha ofrecido el accidente de Fukushima que, bien aprendidas, aumentarán la seguridad de las centrales nucleares hasta unos límites insospechados, hay otras lecciones que quedarán grabadas en el imaginario popular. La ola de histeria que se desató a través de los medios de comunicación fue de intensidad comparable al tsunami. En primeras páginas de periódicos se hablaba de pánico nuclear, en programas de radio y televisión se describía el horror atómico y en la más alta instancia política europea se llegó a hablar de apocalipsis. En los reportajes se mezclaban imágenes de los efectos de la desgracia (a muchos kilómetros de Fukushima) con las cifras de muertos en sus titulares junto a menciones a la central nuclear incluyendo fotos de Hiroshima y Nagasaki tras el bombardeo de 1945.

Entre declaraciones de políticos, periodistas, tertulianos y organizadores de campañas antinucleares (justo así se presentaban) de vez en cuando aparecía algún que otro experto en física o ingeniería nuclear. Describían lo que estaba ocurriendo y sus causas mostrándose en general más tranquilizadores que alarmistas. Les hacían poco caso cuando no se les acusaba de ser aliados del gran capital, estar a sueldo del lobby nuclear y cosas peores. De pronto, surgió la lección en forma de encuesta de un periódico nacional llevada a cabo el día más crítico de la evolución del accidente: el número de personas que apoyaban la energía nuclear en España estaba aumentando. O sea, hay que aprender que tratar a la gente como tonta genera rechazo mientras que agradece cuando se le informa con competencia y mesura.

En muchos países tuvieron lugar episodios grotescos. La píldoras de ioduro sódico, cuyo consumo no se ha llegado a recomendar ni a los vecinos de Fukushima, se agotaron en Alemania y Estados Unidos; nuestro Gobierno fletó un vuelo para alejar del espanto japonés a los españoles, lo cual, sensatamente, aprovechó sólo el 4% de los residentes allí; y eso porque era gratis. Quizá lo más chusco fue la aprobación en el Parlamento andaluz de una moción por la que se prohibía construir una central nuclear en Andalucía. Obviamente, fue un intento de captar votos aprovechando el accidente, porque en Andalucía no sólo no hay ningún proyecto nuclear, sino que no lo habrá a corto plazo porque el demencial sistema energético al que hemos llegado hace que tengamos instalada muchísima más potencia eléctrica de la que necesitamos. A precio de oro, claro.

En realidad, lo que ha votado el Parlamento es seguir dependiendo en el futuro del gas y el petróleo de Buteflika, Gadafi y otros colegas igual de amables. Porque, por mucho que digan, el debate sobre la energía no es la trampa en la que nos tratan de meter cada vez con menos éxito: nucleares, no; renovables, sí. El dilema está entre las centrales nucleares y las de combustibles fósiles, ambas para respaldar y completar las renovables que sean razonables, las cuales serán siempre insuficientes mientras todos los días tengan sus noches y algunos estén nublados, el viento sople cuando pueda y los embalses se llenen siempre que llueva.

Dicho de otra manera. España, además de los ingentes costes de combustibles fósiles, se gasta cada año 5.000 millones de euros en subvenciones a las energías renovables para producir una cantidad pequeña e intermitente de electricidad. Finlandia (Francia y hasta veinte países más) está invirtiendo la misma cantidad, 5.000 millones, en construir en varios años una central nuclear de tercera generación que producirá energía abundante, estable y, después de Fukushima, tremendamente segura durante 60 u 80 años. La diferencia es tan abismal que el lector se ha de preguntar si los finlandeses son más temerarios, menos amantes de su naturaleza, más lerdos y menos progresistas que nosotros, o es justo al revés.

La humanidad ha de tener como aspiración ser más equitativa y justa. La evolución de los índices de desarrollo humano y de consumo de energía demuestran que esa convergencia exige entre el doble y el cuádruple de la energía que consumimos ahora, incluyendo ahorros drásticos que cambien en buena medida nuestro derrochador modo de vida. Basar ese consumo de energía en el gas, el carbón y el petróleo, como hemos hecho hasta ahora, es un desastre ecológico que no resistirá el planeta y una miseria geoestratégica. Las energías renovables que conocemos hoy no se bastarán por sí mismas jamás. Es inevitable afrontar la tecnología nuclear, pero la gran lección de Fukushima es que lo hemos de hacer de manera serena, competente y sensata, o, en caso contrario, estamos abocados a un mundo inestable, inseguro e injusto.

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