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Calle Rioja

Huéspedes de Alonso el Sabio

  • Hogar y refugio. Por la pensión de Inés Díaz pasaron algunos de los mejores periodistas de la Sevilla de hoy Allí, gracias a su magisterio, aprendieron a valorar la ciudad recién encontrada

Mater et Magistra. Madre y maestra de periodistas, como la encíclica de la Iglesia. Madre porque era una especie de delegada de nuestras madres en la manutención, la alimentación y el cuidado. Maestra porque su magisterio de la vida fue nuestro primer aterrizaje con la realidad cuando llegamos a esta ciudad para ejercer el periodismo. Por eso, en uno de los bancos de la capilla del tanatorio de la SE-30, durante el funeral por Inés Díaz, estaba la prensa: el director de El Mundo Andalucía, Francisco Rosell, el crítico taurino de El País, Antonio Lorca, y el cronista que firma esta página. Los tres pasamos por la pensión Iris, que era el nombre que le puso Inés a su establecimiento. También se alojó Paco Gamero, jefe de Deportes de Canal Sur.

Extremeña de Logrosán, viuda, sacó adelante a sus dos hijos, Andrés y María José, como timonel de esta casa de huéspedes en la que no quería personas de paso. La pensión Iris estaba en la calle Alonso el Sabio, antes Burro, una vía peatonal junto a las Siete Puertas, entre las calles Pérez Galdós y Puente y Pellón, dos paradigmas de la vida itinerante, el escritor canario que subió a la Península para contar los Episodios Nacionales, y el montañés que se vino a Sevilla.

Inés vino al aeropuerto a recibirme cuando llegué a Sevilla en septiembre de 1979, después de licenciarme en la mili y pasar unos días en la feria de Logroño. Allí viví la efervescencia del 28-F a mis 22 años. Puente y Pellón tenía una intensa vida comercial y en Lineros todavía estaba Casa Marciano con ese ibérico estradivarius en el escaparate. María José, la hija de Inés, era muy amiga de las chicas del Bar El Comercio, decano del chocolate con churros en pie desde 1904. En Pérez Galdós estaba la sede de UGT, proximidad que me permitió una temprana amistad con ugetistas como Faustino Díaz, Manolo Bonmati o Juan Mendoza.

En la pensión hice mi particular descubrimiento de la Semana Santa. Un Domingo de Ramos vine desde mi pueblo, Puertollano, en el autobús del Ceuta, que había jugado en el campo del Calvo Sotelo. La expedición se quedó en el hotel Fleming (hoy Giralda, en la puerta Carmona) y yo entré por la Puerta Osario con el asombro del encuentro con los nazarenos de la Cena.

En el funeral, Antonio, sevillano de Arahal, leyó una bella semblanza de Inés que emocionó a sus hijos, conocidos, huéspedes y especialmente a sus nietas Lucía e Inés. Los últimos años de su vida los pasó primero en un piso de San Bernardo y después en la residencia Nuestra Señora de la Oliva de Salteras para dejar de ser huésped de este mundo en el hospital San Juan de Dios, en Bormujos.

Me gusta pasar por Alonso el Sabio-antes Burro, un darwinismo superlativo del callejero, descubrir la Alfalfa por esos recovecos de la memoria. En esa calle hubo una librería, de nombre Aconcagua, especializada en literatura hispanoamericana. Allí asistí a una lectura seguida de maratoniana firma de libros de José Saramago y a la presentación de un libro que al margen de su contenido y de sus autores, asocio con un momento de profunda tristeza. Era el 30 de enero de 1998. Román Orozco presentaba el libro Cuba Santa, de Natalia Bolívar. Horas después, la ciudad se sobresaltaba con el espanto del asesinato a dos pasos del Palacio Arzobispal de Alberto Jiménez-Becerril y su mujer, Ascensión García Ortiz.

En la que fue pensión de Inés vive ahora otro periodista, Pepe Fernández, como si allí hubiera permanecido vivo el humus de esos reporteros agarrados con alambres a la ciudad recién descubierta, en la que entraron gracias a los consejos y los condimentos de esta madre oficiosa que se ha ido en puertas de los 90 años.

Por la pensión pasaron Carmelo, que se fue a Canarias, también un estudiante de Bellas Artes, un empleado de Parques y Jardines y don Antonio, un viudo que había hecho su luna de miel recorriendo España con su esposa en una vespa y siempre se despedía con la misma fórmula: "Decirme adiós". Yo ahora le digo adiós a Inés.

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