arte

Un detenido ejercicio de pintura

  • Carlos Montaño expone en Birimbao una serie de obras en las que busca las posibilidades formales de objetos cotidianos y cavila sobre las vías poéticas por las que puede transitar el arte

En un filme de Roberto Rossellini, La paura (en España, Ya no creo en el amor), la protagonista (Ingrid Bergman), cercada por el miedo y la culpa se refugia en su despacho (es gerente de una importante empresa farmacéutica) y abraza los objetos que están sobre la mesa. El gesto es el de alguien que busca refugio y respuesta en las cosas que han sido hasta el momento prolongación de su cuerpo: de su acción y su inteligencia. Quizá hasta ayer eran instrumentos que sólo merecían indiferencia, salvo cuando uno u otro eran necesarios para realizar una acción. Ahora, sin embargo, cuando el miedo pone en peligro su brillante ejecutoria profesional y sobre todo la posibilidad de confiar en los demás, mientras la culpa desnuda el flanco débil de personalidad, los objetos con los que convive cada día adquieren otra condición: son parte de un mundo que la mujer quiere sostener aun cuando ese mundo y ella misma se están hundiendo sin remedio.

Los objetos, las cosas tienen esa doble condición. Generalmente sólo son instrumentos, útiles, cada vez más de usar y tirar. La época de los objetos preciosos ha pasado: el rotulador de punta fina desplaza a la estilográfica de marca y los relojes corrientes al prestigio suizo. Pese a esta preferencia por la sencillez, un objeto, a veces, hace honor a su nombre y se nos enfrenta: resiste al pensamiento instrumental y literalmente nos objeta.

Llaman la atención los fondos sobre los que el autor coloca los objetos: parecen modelados

Creo que esta idea sobrevuela estas obras de Carlos Montaño (Sevilla, 1956). Hay en ellas dos objetos cotidianos, un servilletero como los que hay en bares y cafeterías, y una percha. Algunos autores norteamericanos, desde Rauschenberg y Jasper Johns, presentaron estos objetos como rasgos aislados de una realidad que ponen el dedo en la llaga de nuestra más que prosaica cotidianidad. Esta vía conceptual no es la que sigue Montaño. Su percepción de estos objetos vulgares se vincula más bien a sus posibilidades formales. Los profanos no solemos parar mientes en ellas pero el pintor sí lo hace.

Montaño elige el servilletero, como objeto hallado más que como ready-made. Encuentra una forma geométrica: un hexaedro, un cubo, del que alguien suprimió un diedro constituido por dos triángulos rectángulos. El diseño funcional se convierte en forma que genera variaciones: flecha indicadora, objeto que exige su complementario, estructura que dibuja en hueco dos triángulos isósceles unidos por la base. Llega aún más lejos este juego cuando el objeto parece naufragar en un casi paisaje lacustre. El otro objeto, la percha, menos desarrollado, es sobre todo promesa, al inscribir su perfil en un trapecio curvo.

En el fondo de este juego de formas está la pintura, una reflexión sobre qué es eso de pintar y qué vías poéticas puede abrir sin ser más de lo que es, pigmento aplicado sobre una superficie, en este caso la madera. Llaman poderosamente la atención los fondos sobre los que aparecen los objetos. Más que pintados parecen modelados con un pigmento muy líquido que en ocasiones deja ver el soporte tratado. Predominan los tonos tierra: grises sobre todo, ocres y sienas a veces cercanos a la frontera del anaranjado, sin cruzarla, quedándose en ese color que Mark Rothko llamaba óxido.

Estos fondos, cediendo a una inapropiada comparación, recuerdan al bajo continuo. Si éste, en la música, garantiza el ritmo, es decir, la consistencia del tiempo de la obra y así permite el desarrollo del tema, los fondos de Montaño sostienen la mirada, traman su tiempo y permiten la lectura premiosa del cuadro. En ocasiones tienen la tersura de la superficie de un viejo muro, otras veces la agitación de un roquedo y en el gran cuadro del fondo de la sala (hecho como excepción sobre lino) adquiere por sí solo la dignidad de cuadro. Escribió Diderot a Grimm que las obras de Chardin no encerraban una naturaleza bella pero enseñaban a mirar las cosas de cada día. Así ocurre con los fondos de los cuadros de Montaño: son una escuela para ver lo que de ordinario ni siquiera miramos.

En esa arquitectura aparecen las figuras. El objeto ya descrito que en ocasiones se limita a mostrar la exactitud de sus perfiles geométricos y otras veces reviste apariencia material: metal, papel, madera. Continuando la comparación con la música, se antojan variaciones porque unas veces parecen flotar e incluso volar y otras se cargan de peso. Este objeto está rodeado de estrechas superficies fragmentadas, análogas a listones rotos. Parecen introducir cierto desorden: se apartan de la firme superficie de los fondos, rompiéndola, y de la exactitud geométrica del objeto. Pero el desorden es sólo aparente: en realidad organizan el cuadro. Señalan, separan o alteran algún exceso de serenidad con una diagonal eficazmente intempestiva.

La exposición es así una medido ejercicio de pintura que logra sacar a la superficie formas de interés. Una acumulación de posibilidades para trabajos futuros.

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