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Tribuna

Ernesto carmona guzmán

Catedrático de la Universidad de Sevilla

En defensa de la universidad pública

La labor universitaria y el gobierno de la Universidad se ven muy perjudicados por la indiferencia y el desinterés de nuestros dirigentes políticos

En defensa de la universidad pública En defensa de la universidad pública

En defensa de la universidad pública

Los reprobables acontecimientos protagonizados en tiempos recientes por algunos miembros de la Universidad española aconsejan una serena reflexión de los propios universitarios, que se torna en imprescindible si, junto con las deplorables noticias, se transmite a la ciudadanía una imagen de desidia y podredumbre de la institución, que, de ser real, exigiría su clausura inmediata.

Estoy convencido de que miles de españoles saben que la Universidad se esfuerza a diario en instruir y educar a los jóvenes, como parte esencial de su misión docente e investigadora. España es un país moderno, pujante, cuyas instituciones funcionan de forma satisfactoria, y nuestros científicos, ingenieros, humanistas y otras personas de saber compiten con éxito con sus homólogos de otros países avanzados. Esta miríada de cualificados profesionales no ha surgido de la nada, por generación espontánea, sino que ha requerido de muchos años de trabajo y estudio en un ambiente educativo de alto nivel, como el que proporcionan nuestras organizaciones e instituciones de enseñanza, y muy en especial la Universidad.

No es mi intención elaborar un panegírico de la universidad española. Lejos de ello, soy plenamente consciente de sus deficiencias, que exigen una transformación radical, por desgracia pendiente desde hace ya demasiados años. Asumo mi responsabilidad en estas imperfecciones, y trato a diario de eliminarlas en aquello que me concierne. Empero, señalo que la labor universitaria y el gobierno de la Universidad se ven muy perjudicados por la indiferencia y el desinterés de nuestros dirigentes políticos, quienes en estos años de crisis no han tenido reparo alguno en ahorrar a expensas de la Universidad; de hecho, de la educación, la sanidad y las infraestructuras, pilares básicos sobre los que descansa en buena medida el bienestar presente y futuro de los ciudadanos.

La difícil situación de la universidad española no es nueva, sino en cierto modo similar a la de épocas pretéritas. Hasta donde se me alcanza, nuestra Universidad nunca ha funcionado como una auténtica institución nacional de eficacia comparable a la británica o la alemana. A diferencia de estas, su fuerza ha surgido siempre del compromiso de una parte reducida de sus miembros, y no de la mayoría de ellos. Quienes hoy continuamos esta tarea no hacemos sino seguir el ejemplo de nuestros predecesores, muchos de ellos de tan excepcional valía que dejaron huella imborrable en la historia de España. Junto con la prestigiosa Institución Libre de Enseñanza y sus egregios componentes de todas las áreas del saber, cuya obra enriqueció España durante más de medio siglo y fue la simiente del resurgir universitario tras la Guerra Civil, vienen al recuerdo (me limito, por razones de brevedad, a áreas científicas) las insignes figuras de los profesores Santiago Ramón y Cajal, Blas Cabrera, Enrique Moles, Julio Palacios o Julio Rey, entre otros.

Con su evocación, unida a la memoria de eminentes y respetados profesores de antaño de la Universidad de Sevilla, en la que me eduqué, rechazo con firmeza que, como se recogía en un reciente artículo de opinión (El fracaso de la Universidad, Diario de Sevilla de 23 de enero de 2017), la Universidad española se haya malogrado y sea la asignatura pendiente de nuestra democracia. Disiento de la opinión de su autor y aseguro con rotundidad que la Universidad no es una gran estructura burocrática y funcionarial, dedicada más a las luchas de poder y reparto de canonjías que al avance científico, tecnológico y humanístico del país, como él escribió. Del sinfín de razones que podría argumentar en mi discrepancia, baste mencionar el encomiable trabajo que en nuestro país y en otros desarrollados realizan miles de profesionales formados en nuestras maltratadas y denostadas universidades.

Quisiera, para concluir, expresar el deseo de que los españoles tengamos pronto un presidente del Gobierno, y los andaluces además una presidenta, o presidente de la Junta de Andalucía, que crean en la importancia de la Universidad para el desarrollo y el progreso de nuestro país. Ansiamos, en definitiva, un gran acuerdo nacional en pro de la educación y la investigación, del que emane una Universidad de alta calidad docente e investigadora, a semejanza de las más afamadas del mundo. Mientras tanto, seguiremos en nuestro empeño ya citado de instruir, educar e investigar, para hacer de las jóvenes generaciones mujeres y hombres libres, amantes del saber, plenamente convencidos de la importancia del conocimiento y del trabajo bien hecho.

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