La espina que quería ser flor... | Crítica

Las mil mujeres de Olga Pericet

Como muchas niñas, Olga Pericet soñaba de pequeña con ser mil cosas: futbolista, torera, gallina de su gallinero, Carmen Amaya o una hermosa y poderosa rosa roja. "¡Cuántas cosas puede ser una misma persona!", decía Rodari en uno de sus cuentos. Pero Olga Pericet, con apenas metro y medio y una fuerza descomunal, no ha hecho otra cosa que bailar y bailar para conquistar el lugar que hoy ocupa en la escena internacional. Por eso ahora, en plena madurez, se permite desnudarse ante el público para mostrarnos sus sueños y sus anhelos y en esta ocasión y lo hace en forma de cuento: el de una espina que quería ser flor… Como en los cuentos, en esta pieza se lo permite todo, desde hacer la payasa en la escena inicial -¡qué poco se utiliza el humor en el flamenco!-, dejando claro, eso sí, su dominio de la escuela bolera, hasta dormirse encima de una mesa sobre la que luego hará un baile antológico, o hacer la gallina hasta que se le acaban las pilas (con el gallo Jesús Fernández), en una hilarante coreografía de Marco Flores.Como compañeros de aventura, la cordobesa lleva un elenco de primera: el bailaor Jesús Fernández (Cádiz en estado puro), exuberante, pletórico en los tanguillos y los tangos y en todas sus intervenciones escénicas; las guitarras magníficas de Antonia Jiménez y Pino Losada, que tuvieron ocasión de lucirse y se lucieron; y el cante de Miguel Lavi, Jerez al máximo, y de un Jeromo Segura que, a pesar de tener que asumir el papel de sustituto de Miguel Ortega, titular en el estreno, en el Festival de Jerez del pasado año, y aún en el programa, cantó maravillosamente desde la granaína del inicio hasta la lorquiana Gacela del final.Para la puesta en escena Pericet ha contado con la complicidad de Carlota Ferrer -entre otras cosas ayudante de dirección de popes como José Luis Gómez o Alex Rigola- que ha llevado a cabo un magnífico trabajo a la hora de ensamblar la cantidad de materiales y de registros diversos que contiene el espectáculo, logrando dar naturalidad a las transiciones y aumentar la fuerza poética y visual de las imágenes en escenas como la de la rosa -hecha con una bata de cola roja- o el tablao de lo grande y lo pequeño con una Pericet-niña bailándole al gigante Losada. No se puede decir lo mismo, sin embargo, de su obligación de utilizar las tijeras: amén de los dos finales -el segundo, en nuestra opinión, completamente innecesario-, algunas escenas se alargan en detrimento del ritmo global de la pieza, que acaba agotando al espectador. Porque hay una cosa clara, además de bailar como los ángeles, Olga Pericet es generosa hasta el límite. Sabia en la elección de las músicas, imprevisible, versátil, con una energía inmensa, masculina y femenina a la vez, sensual y poderosa, baila hasta darlo todo de sí misma, dejándonos en la retina, entre otras muchas cosas, su cola roja por alegrías, la intimidad de su soleá, el repiqueteo de sus castañuelas en una hermosa y flamenquísima guajira y una emocionante escena final en la que, desnuda en la penumbra, se convierte en muchas mujeres actuales, incluida ella misma, y brinda por todas ellas.

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