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Carlos Navarro Antolín
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Si hay algo que ha mejorado en España en los últimos 30 años son las estaciones de servicio de las carreteras de la Piel de Toro por las que viajamos estos meses de verano. Da gusto pararse en una de ellas en la Vía de la Plata, en la A-49, en la A-92 o en la antigua de peaje hacia Cádiz, que hay que ver lo que echan de menos algunos el peaje... y por supuesto Cádiz. Hay estaciones que parecen la planta baja de El Corte Inglés por lo limpias y despejadas que están, ¿verdad Paco Mendoza?. Muy atrás quedaron aquellas letrinas inmundas de las antiguas gasolineras donde había que estirar una manga del chaleco para salvaguardar el olfato. Pareciera que las estaciones han pasado por la Academia de la Lengua y les han pasado la bayeta de limpiar, fijar y dar esplendor. Por el contrario, si hay algo que ha empeorado en el mismo período de tiempo es el tren de Alta Velocidad. Porque del avión hablaremos otro día. La Alta Velocidad era muy puntual, con unos servicios mínimos de alta calidad y que ofrecía la posibilidad de viajar con más espacio y otros detalles de confort a quien se lo quisiera pagar. Baste un ejemplo: la clase Turista de 1992 no tiene nada que ver con la equivalente de hoy en 2024. Hemos igualado por abajo, como de costumbre. El vagón más económico de hoy se puede convertir en un plisplás en las urgencias colapsadas de cualquier hospital público. E incluso privado porque ya sabemos cómo está la cosa por la otra orilla. Los trenes de Alta Velocidad no pueden asumir los compromisos de puntualidad que eran su timbre de gloria. Fallan en lo esencial. Usted viaja hoy en Alta Velocidad, llega a la estación de Atocha, le preguntan por el viaje y puede tener respuestas muy variadas: "No ha estado mal, sólo quince minutos de retraso que podían haber sido más, pero cogimos velocidad tras pasar Ciudad Real". La más original la oí hace menos de dos semanas: "No me puedo quejar, hemos sido puntuales y solo se han descalzado dos tíos en el vagón".
En el tren de alta velocidad habita la nueva orden descalza de los usuarios del tren, como las muy respetables congregaciones carmelitas, pero con hondas diferencias, claro. La del tren es de maleducados que no se crean que son siempre zarrapastrosos, sino niñatos que han estudiado en colegios privados y, como diría el camarada Torrijos, no hacen honor a cuanto gastaron sus papás en su educación. La apócrifa orden descalza del tren se ha hecho dueña de aquellos vagones donde antes hasta te ofrecían un caramelo blando además de los auriculares. ¿Dónde hemos aprendido a quitarnos los zapatos al llegar a un lugar público? ¿Dónde a no respetar el silencio hablando como pregoneros exaltados en pleno recital de ripios o reproduciendo mensajes de voz del teléfono móvil? Alta velocidad, nula educación.
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