Belfast | Crítica

Amor e inocencia en tiempos de cólera

La familia protagonista de ‘Belfast’, de Kenneth Branagh.

La familia protagonista de ‘Belfast’, de Kenneth Branagh. / Universal Pictures

Kenneth Branagh tiene talento como director. Esta es la noticia más importante relacionada con esta película. Porque desde el principio de su filmografía, este actor convertido en director (y obsesionado con ser el herededero de Laurence Olivier) ha seguido una desconcertante trayectoria filmando muy estimables adaptaciones de Shakespeare (Enrique V, Mucho ruido y pocas nueces, Hamlet, Trabajos de amor perdidos y Como gustéis más las grabaciones en vivo de Macbeth y Cuento de invierno, y el juego shakespeariano En lo más crudo del crudo invierno) entre las que ha entremetido costosos petardos de cine comercial con pretensiones de qualité (por citar solo algunos bodrios: Frankenstein de Mary Shelley, La huella, Thor, Jack Ryan: Operación Sombra, Cenicienta, Asesinato en el Orient Express) en muchos casos empeñados en rehacer mal lo que Whale, Mankiewicz o Lumet hicieron magistralmente.

Pero resulta que tiene talento, aunque lo administre mal, como demuestra esta poética, sensible y muy personal evocación de su infancia. Absolutamente cierta y totalmente mentirosa, como a la memoria personal le corresponde. El primer acierto de esta película con la que Branagh logra convencernos a los más escépticos de sus méritos como director, e incluso emocionarnos, es formalizar a través de imágenes a la vez poderosas y delicadas ese difícil equilibrio entre lo objetivo que ha sucedido en un tiempo histórico concreto y lo subjetivo que a la forma personal de vivirlo suma la deformación de la memoria. 1969, inicio de los años más duros del enfrentamiento entre católicos y protestantes vistos a través de los ojos de un niño cuya familia protestante es acosada cada vez con mayor violencia.

Viéndola recordé El largo día acaba de Davies y Amarcord de Fellini. No las alcanza, desde luego, porque una obra maestra siempre es inalcanzable y Branagh no tiene la sensibilidad de Davies ni el genio de Fellini. Pero en sus mejores momentos casi las roza, lo que no es poco. La dureza de lo vivido por Davies –niño de familia católica en un entorno protestante, gay en un entorno homófobo, vulnerable y sensible en las duras circunstancias económicas y sociales de un barrio obrero de Liverpool en la posguerra– es poetizada (sin mentir) por una memoria que es a la vez herida y caricia. Fellini se indignaba cuando le decían que Amarcord era emocionante, cuando lo que él pretendía era ajustar cuentas con los recuerdos de la provincia bajo el fascismo. Vienen los dos ejemplos al caso para centrar Belfast: una sociedad sacudida por las tan anacrónicas como cruentas luchas entre protestantes y católicos recreada a través de la mirada del niño que Branagh adopta como punto de vista memorialista y nota de afinación emocional.

No es una película política. Es una película sobre la vida, la infancia, los sentimientos, la familia

El odio es lo ajeno y el cariño de los suyos lo propio; los juegos son la alquimia que transforma la violencia ambiental en aventura; las películas que se asombran son un viaje de ida vuelta del ensueño en el cine a la realidad de las calles y de esta a aquel. Al adoptar este punto de vista, Branagh triunfa. La capacidad de los niños para transformar la realidad, siempre que esta no les aplaste del todo, es el arma del pequeño protagonista (un inocente y conmovedor Jude Hill) para ser feliz en medio de tanto odio, tanta violencia y tanta necesidad, protegido por la muralla del amor familiar de sus padres y abuelos (magníficos Jamie Dornan y Caitríona Balfe, Judi Dench y Ciarán Hinds). Al acierto del punto de vista adoptado y la elección y dirección de estos grandes actores –me quedo sobre todo con el niño y los abuelos– se suma la atmósfera creada por la espléndida dirección fotográfica en blanco y negro de su habitual colaborador Haris Zambarloukos. En lo negativo sólo algunos excesos de cámara por los que asoma la patita del Branagh más retórico. Afortunadamente sólo asoma.

No es una película política. Es una película sobre la vida, la infancia, los sentimientos, la familia; sobre cómo la política degradada en violencia y la religión falseada en odio dificulta la vida, atenta contra la inocencia, agrede los sentimientos y ataca a la familia; y sobre cómo los protagonistas se defienden amándose.

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