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Viaje al cuarto de una madre | Crítica

La belleza de los pequeños gestos

Una madre y una hija, un piso modesto, un pueblo cualquiera, la ausencia de un padre resonando en la huella de un sofá gastado, en una bicicleta estática al pie de la cama, en las camisas que aún cuelgan en el armario. Elementos mínimos, narrativa despojada, palabra precisa, silencios elocuentes y gestos, pequeños gestos cotidianos elevados a categoría estética gracias a una mirada, a una distancia justa, a una puesta en escena que ritualiza el espacio, el hogar, su trazado de puertas, pasillos, muebles, objetos y habitaciones, casi a la manera de un Ozu.

El primer y excelente largo de la sevillana Celia Rico parte de lo autobiográfico (“a mis padres”) para sublimarlo en una forma cinematográfica tan sencilla como hermosa, tan despojada como elocuente, una forma sorprendentemente atenta a cada pequeño detalle, que reproduce el tiempo y la experiencia en un común denominador por el que hubiéramos pasado todos.

La relación afectiva entre madre e hija, una relación marcada por la ausencia, el duelo, la necesidad de salir, la distancia y el regreso sanador, adopta aquí un vuelo universal desde la observación de sus elementos cotidianos, en el reconocimiento de un consejo, de un pequeño reproche, de una manera de sentarse en el sofá, de esperar a media noche, de preparar un desayuno, de hablar por teléfono o conversar por whatsapp, de recortar una camiseta o de doblar la ropa para meterla en la maleta.

Rico traspasa su memoria de hija (agradecida, pero también levemente culpable) a unos personajes vivos, y Anna Castillo y, muy especialmente, Lola Dueñas, se los apropian con ese tempo interno reposado y una prodigiosa modulación de las emociones, también pequeñas pero intensas, que nos hacen reconocer en y entre ellas lo que supone soportar un vacío, el hecho de ser madre, la necesidad de abandonar el nido, cargar con la conciencia, reconocer los errores o, finalmente, instalarse en un nuevo punto de partida.