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La muerte de Conan

Una de las representaciones de Conan.

Una de las representaciones de Conan.

Se dice que la noche se torna más oscura justo antes del amanecer, y La muerte de Conan es un buen ejemplo de ello. El trigésimo volumen de Las crónicas de Conan, colección dedicada a reeditar las aventuras del cimerio en la mítica cabecera de Marvel Conan the Barbarian (con los colores reconstruidos digitalmente por Dark Horse) recopila una de las peores etapas que se recuerdan, la del guionista Michael Higgins, que se propuso recontar (en un tono medio delirante, alejadísimo de la esencia del personaje) la juventud del héroe, acompañado además por un desafortunado puñado de dibujantes: Ron Lim, Rodney Ramos y Gary Hartle. Lo mejor que se puede decir del despropósito es que contó con un par de bonitas portadas de Mike Mignola, lo que no es poca cosa, teniendo en cuenta el pozo sin fondo en que andaba metida la serie. Por fortuna, el experimento duró poco, y en el número 240 el apartado literario recayó en un desconocido Justin Arthur, que, oh, Dios, resultó ser el mismísimo Roy Thomas con seudónimo. Y de este modo se efectuó la segunda venida de Thomas, quien empezó a firmar con su propio nombre a partir del siguiente tebeo, agraciado con una portada del entonces hot artist Todd McFarlane, nada menos. Sin alcanzar la brillantez de antaño, pero con un conocimiento infinito del protagonista y su mundo, Thomas fue capaz de componer una etapa realmente interesante, echando mano de los pastiches literarios, reciclando los conceptos más populares de los años que estuvo ausente de la cabecera y devolviendo la cordura y un fuerte sentido de continuidad a las aventuras del bárbaro.

La muerte de Conan recoge los números 234 a 240 de Conan the Barbarian, publicados originalmente en 1990, una penitencia obligada para los fanáticos de Hiboria. El título es casi acertado, pues se diría que Marvel andaba con ganas de matar (creativamente hablando) al personaje en aquellos años, pero antes le dio a Thomas la oportunidad de ofrecernos un destello de su grandeza perdida. Y eso, al menos, hay que agradecerlo.

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