Síndrome expresivo 65

Yo, el imbécil

Yo, el imbécil

Yo, el imbécil / Pixaby

Demasiados artículos de encubrimiento y simulación de una cultura enciclopédica. Centenares de líneas tecleadas en busca de la corrección expresiva y la elegancia gramatical. Miles de palabras agrupadas en enunciados de exquisita precisión sintáctica y semántica. ¿Conoces la definición de términos como crencha, estepicursor, limerencia, dysania, preticor o cañafístula? ¿Nooo? Yo tampoco, querido lector. Reconozco que, a pesar de mis ensayadas maniobras de distracción del adversario ocasional, formo parte del multitudinario club de hablantes que se niegan a admitir que no comprenden para no quedar como imbéciles delante de la mirada inquisitorial del auditorio.

Sí, sin maquillaje lingüístico ni circunloquios intelectuales: soy un imbécil ocasional y guadianesco. Imagina mi cara de concentración, cuando el vendedor profesional de artilugios electrónicos me suelta la retahíla de avances y aplicaciones hipermegagalácticas de un ordenador portátil al ritmo de siglas y acrónimos en inglés. Dibuja en tu mente mis ojos entrecerrados perdidos entre signos tipográficos, mientras leo con atención impostada los decretos educativos con sus infinitas enumeraciones de tecnicismos encriptados. Alucina con mi expresión de perplejidad ante la verborrea robotizada de unos dirigentes políticos, insaciables creadores de innovaciones terminológicas no aptas para imbéciles como yo.

¿Es grave, doctor? No es grave, es gravísimo. Por lo visto, necesito aprender de aquellos glosolalistas que, en determinados contextos religiosos o filosóficos, poseen el don de lenguas. Dicho de otra manera, aquellos elegidos por la Providencia que son capaces de descifrar e inventar sistemas de comunicación incomprensibles para el resto de los mortales. Por ejemplo, (ya no me avergüenza reconocer en público mis taras lingüísticas) no consigo comprender el sentido de unos sonidos y palabras carentes de referentes claros, es decir, la acumulación de frases que no se corresponden con una realidad conocida por mi torpe inteligencia:

“La indemnización que se pactó fue una indemnización en diferido. Y como fue una indemnización… en diferido, en forma, efectivamente, de simulación, de… simulación, o de lo que hubiera sido en diferido en partes de una de lo que antes era una retribución, tenía que tener la retención a la Seguridad Social”. Seré lento de reflejos. Un imbécil sin remedio.

No sé por qué Dios no me ha regalado el don para interpretar discursos y aseveraciones salpicadas de enseñanzas y reflexiones filosóficas para el advenimiento de un mundo de paz y justicia universal. Sí, soy un necio desvalido y proclamo mi estulticia a los cuatro vientos para quien me quiera escuchar y entender mis padecimientos comprensivos. Por más que repito en voz alta algunos pasajes sublimes entonados desde el púlpito ejecutivo, aún no he logrado asimilar estas palabras impregnadas de sabiduría y erudición:

“Hay niños con más derechos que otros, niñas con más derechas que otras y que, al final, hay dos modelos paralelos, y que siempre el dinero conseguimos que se cumpla para unos y no para otros”. Me pierdo con tanto desdoble de género. Sí, un imbécil retrógrado y cavernícola.

¿Se puede superar?

Durante el siglo XX, muchos artistas y pensadores recurrieron a los mecanismos de la glosolalia para emancipar las palabras de sus referentes cotidianos. Al fin y al cabo, era una forma de experimentación poética y filosófica con un fin rupturista y liberador del corsé tradicional. Como botón de muestra, los juegos verbales de Artaud en su obra Le mômo: “Menendí anenbí, embendá tarch inemptle o marchti rombí tarch paiotl a tinemptle orch penduí a patendí a merchit orch torpch ta urchpt la tro taurch”. Mi alma se eleva ante tanta belleza formal, aunque no haya pillado la gracia de la historia. Sí, soy un imbécil impenitente.

Lo peor de mis limitaciones comprensivas no es que mi frágil intelecto no entienda la maestría del genial Artaud, sino que tengo la sensación de que se me escapa el sentido profundo de la mayoría de los discursos políticos. La lista de ejemplos podría ser infinita pero, tal vez, me quede con una sentencia del musculoso gobernador Arnold Schwarzenegger, uno de mis actores preferidos en la juventud: “Creo que el matrimonio gay debería ser entre un hombre y una mujer". A lo más que llego es a la despedida molona de “Sayonara, baby”, pero es innegable que el bueno de Arnold tiene mucho arte con sus máximas homínidas.

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