Arthur Mervin | Crítica

Nuevas formas de terror

  • El Paseo publica 'Arthur Mervin o Memorias del año 1793', novela gótica de Charles Brockden Brown, donde se relata una epidemia de peste en Filadelfia, y cuyo autor es considerado el padre de la novela estadounidense

Imagen del novelista estadounidense Charles Brockden Brown (Filadelfia 1771-1810)

Imagen del novelista estadounidense Charles Brockden Brown (Filadelfia 1771-1810)

Según Miguel Cisneros Perales, traductor y prologuista de la obra, Arthur Mervin puede leerse “como nacimiento de los Estados Unidos, entendidos estos como nación y como mito”. No es, sin embargo, la única novedad que encierra la obra de Brockden Brown, traducida por primera vez al español. Arthur Mervin es una novela “gótica” a la manera de Anne Radcliffe, desprovista de sus juegos ilusorios con lo sobrenatural. Es también un eco de aquellos Diarios de la peste de Defoe, publicados en 1720, donde se detallaban los estragos de una epidemia en Londres. Y es, en no menor medida, una novela picaresca a la manera de Fielding, Smollett y Laurence Sterne. Esto es, a la manera abiertamente burguesa con que en Francia e Inglaterra se adaptaría la picaresca española.

Brockden Brown es el fundador de la literatura americana, tanto en su faceta picaresca como en la novela de terror

Son todas estas cualidades (incluida la de consignar el azote pestífero en Filadelfia), las que promueven a Brockden Brown al cargo de fundador de la literatura norteamericana. Pero ello no solo ni principalmente por su faceta picaresca, que encontrará en Twain un inmenso y original continuador, más cercano a Lázaro de Tormes que a los enredos de la novela gótica; sino por la propia novela de terror, de carácter urbano, donde pronto descollarán Hawthorne y Poe, y ya en el siglo posterior, H. P. Lovecraft.

A este respecto, escribe Mario Pratz que “Lewis, Radcliffe y Sade pertenecen a un mismo clima mental”. Un clima mental encarnado en la persecución de doncellas y el hostigamiento de la inocencia, pero al que acaso podamos dirigir en otro sentido. ¿Cuál? Se ha dicho que la novela gótica que inaugura Walpole es una respuesta literaria, una compensación ilusoria contra las adversidades de la vida. Argumento razonable que no carece de perspicacia. Pero, ¿y si además de un honesto entretenimiento de la imaginación fuera una réplica fiable de la existencia humana? Llevados al extremo de lo inverosímil, los azares y coincidencias con que se construye Arthur Mervin, no son sino una forma de subrayar la contextura misma de la vida. Una contextura fluctuante que encarna o ejemplifica el burgués, protagonista de tales novelas, y cuya naturaleza equívoca (el propio Mervin unas veces parecerá al lector un villano taimado y otras un héroe de sobrecogedora inocencia), es la misma que, desde hace un siglo, el hombre había descubierto con ayuda de las ciencias. Esto es, había descubierto la falibilidad de los sentidos, y de la propia consistencia de lo real, en el siglo del bodegón y el trampantojo.

Esta presentación “fenomenológica” de los personajes vendrá exacerbada por el componente azaroso con que se construye la novela. Por otro lado, es esta misma prevalencia del azar, como constitutiva del ser humano, la que privilegia el mal como componente dramático, y la que explica la profunda similitud estructural -el “clima mental” de Pratz- entre el intrépido candor de Radcliff o Brockden Brown y la sevicia deliberadamente teatral, concebida para ser vista, del marqués de Sade. Será el propio Sade quien mantenga que esta fijación en el mal es una forma de indicar el bien por otras vías.

No en vano, el mal y la fealdad son dos de los dilemas éticos y estéticos de aquella hora final del Setecientos en la que se escribe Arthur Mervin. El mal como hecho humano e intrascendente; y la fealdad como máscara roma que no remite a ninguna interioridad punible, reflejo de una fealdad moral. Esta doble inderminación, social y espiritual, es la que barajan a su favor los buenos burgueses de Brockden Brown para construir su vida. Una vida cuya aspiración última es la felicidad, común a todo el XVIII; pero una felicidad de carácter cívico, donde la sombra de dios parece haber perdido su antigua preeminencia. ¿A qué males, a qué terrores dirige entonces Brockden Brown su atención literaria? Veamos tres ejemplos: a la maldad brutal y despiadada que concita la peste. Al terror verosímil a morir enterrado vivo. Al miedo a ser juzgado erróneamente. Ahí reside, como pliegue residual y casi inadvertido, el nudo fenomenénico de esta literatura de “evasión”, que alberga dentro de sí, como impulso argumental, una magnitud romántica: el misterio. Arthur Mervyn será su primer paso genuino en el nuevo mundo.

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