FERIA Toros en Sevilla hoy | Manuel Jesús 'El Cid', Daniel Luque y Emilio de Justo en la Maestranza

Roma desordenada | Crítica

La ciudad y sus ecos

  • Siruela publica 'Roma desordenada' de Juan Claudio de Ramón, una colección de estampas y divagaciones sobre la ciudad del Tiber, escritas con oportuna erudición y admirable ligereza 

Imagen del escritor y diplomático Juan Claudio de Ramón (Madrid, 1981)

Imagen del escritor y diplomático Juan Claudio de Ramón (Madrid, 1981)

Juan Claudio de Ramón pertenece a esa honorable tradición del diplomático doblado en escritor o en erudito, y entre cuyos predecesores cabe nombrar, sin extendernos mucho, a González de Clavijo, a Silva de Figueroa, a Hurtado de Mendoza, a Francisco de Moncada, a José Nicolás de Azara y al viejo “pánfilo” liberal, seductor cosmopolita, Juan Valera. Queda fuera de este escrutinio Pero Tafur, cuyos intereses iban más inclinados a la probanza de consanguineidad con los Paleólogos de Bizancio. Lo cual no quita, en todo caso, mérito alguno a sus escritos. ¿Dónde situar esta Roma desordenada de Juan Claudio de Ramón, que huye de las servidumbres de la guía urbana, del libro de recuerdos, del mero dietario y, sin embargo incluye la confesionalidad y la fiable acotación del erudito? Con mayor facilidad diremos que estamos ante un libro de estampas. Unas estampas, no obstante, cuya naturaleza vive ajena al pintoresquismo y cuyo amor -pues de un amor se trata- es el amor del huésped a la ciudad que lo recibe. Dicha ciudad, se advierte desde el título, no es otra que Roma. Y es Roma en sus distintos órdenes y escalas, la que comparece aquí, iluminada en diestras miniaturas.

En las páginas de De Ramón concurren Winckelmann, Fellini, Gregorovius, Sciacia, Alberti, Gaya y María Zambrano

Roma desordenada es, pues, un libro inteligente, cultivado y grato sobre una ciudad -sobre la Ciudad- de abundantísima literatura. Esto implica que en las páginas de De Ramón concurren, necesariamente, Polibio y Flavio Josefo, Winckelmann y el cardenal Albani, la Roma garibaldina, la Roma medieval de Gregorovius, la Roma de Pasolini, Fellini y Anita Ekberg, la Roma, ay, de Moro y Sciacia, la Roma del exilio español, por donde se cruzan las soledades de María Zambrano y Ramón Gaya (también la melena plateada de Alberti, resumida con mordacidad por el poeta y diplomático Aquilino Duque), así como muchas otras Romas, de diverso fuste, que van desde aquella que vio arder a Bruno a la Roma erotizante de Francisco Delicado y la Roma lineal y adusta del Duce. Todas esta ciudades se presentan, no obstante, como nota al margen, como leal compaña del autor, que ofrece a sus lectores este breve viático cultural, con el que marchar, con pie seguro, por una realidad, al cabo, incierta.

¿Incierta, en qué sentido? Una ciudad es siempre la superposición espacial y temporal de varias realidades. Y necesita, en consecuencia, de un ojo “lector”, de alguien que sepa ver, en la floresta, ciertos hechos conspicuos. No es necesario acudir al ejemplo de Troya, de las distintas y sucesivas Troyas que descubrió, salvó -y devastó- Schliemann, para apercibirnos de esta verdad patente. En la Roma desordenada, pero clara, de De Ramón, se incluye ya el ejército altomedieval de quienes acudieron a la ciudad como romeros maravillados y contritos; o ya más tarde, como devotos de una nueva fe -la fe estética en la Antigüedad-, que declinaría, sumariamente, con las vanguardias. Una fe, como sabemos, que encuentra en Petrarca su primer sacerdocio y en Winckelmann su literatura penúltima e ilusoria. Pero una fe que excluye, en cualquier caso, otras devociones. En tal sentido, De Ramón es el aglutinante de todas esas Romas anteriores, mutuamente hostiles. O si se prefiere, un lector posmoderno de la ciudad (según Eco, la posmodernidad consistía volver sobre lo leído), de modo que en esta Roma en desorden se alinean cordialmente las sucesivas Romas que aún afloran y se trasparecen al ojo adiestrado.

Este complejo ejercicio de simultaneismo necesita, no obstante, de dos cualidades infrecuentes: de una sólida cultura, ofrecida con oportunidad y discreción, y de una escritura dúctil y solvente, que no rehuye el lirismo. Todo lo cual encontrará el lector curioso en las presentes páginas. Páginas cuya oportunidad y cuya eficacia, residen, por otro lado, en su aparente modestia. Acogiéndose a la figura del flanêur, y atendiendo al padrinazgo de Benjamin, esta Roma desordenada se escribe, sin embargo, con aquello que Benjamin desdeñaba, como previo al hombre contemporáneo: el “aura” que penetra las cosas y nos dice, oscuramente, su misterio. De todas esas cosas “auríferas” y de muchas otras (autobuses que arden en verano, el verde profundo de los pinos, así como de la dichosa y fértil monotonía de la pasta italiana), se hablará en estas estampas, de admirable ligereza.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios