De libros

El mundo de Gustav Mahler

  • Hoy se cumplen 100 años del fallecimiento del compositor que marcó el estilo musical del último siglo

¿Por qué Mahler? Cómo un hombre y diez sinfonías cambiaron el mundo. Norman Lebretch. Traducción de Bárbara Zitman. Alianza Editorial (Música). Madrid, 2011. 394 páginas. 24 euros.

El 18 de mayo de 1911 Gustav Mahler agonizaba a causa de una endocarditis bacteriana en el sanatorio Loew de Viena, apenas a quince minutos a pie de la Ópera, donde aquella noche de tormenta Richard Strauss triunfaba con Elektra. "Mi tiempo llegará cuando el suyo haya pasado", le había dicho diez años atrás a Alma Schindler refiriéndose a su colega. Ahora Alma, que se había convertido en su esposa apenas dos meses después de aquella profecía cumplida a medias (su tiempo ha llegado sin necesidad de que el de Strauss pase), está al pie de su cama, donde lo oye invocar al pequeño Mozart, pero los amigos le ahorran el sufrimiento de los minutos finales alejándola del lecho.

A las once y cinco, los médicos confirman la muerte del músico que había cambiado para siempre la forma de dirigir una orquesta. Norman Lebrecht se esfuerza en demostrar que también marcó de forma decisiva el estilo musical del último siglo, pero lo cierto es que la música de Mahler sigue siendo hoy notablemente singular y, aunque es cierto que pueden hallarse rastros suyos en determinados autores neoclásicos y en el Hollywood más espectacular (y exquisito), no sólo es que el compositor no haya encontrado continuadores dignos de su altura -lo que tanto lamentaba Alessandro Baricco en su famoso ensayo sobre la música de la modernidad-, sino que para la fecha de su irrupción en el mundo artístico europeo la gran revolución de los sonidos estaba ya en marcha y posiblemente no habría sido demasiado diferente sin él.

La figura del judío errante, tres veces apátrida (como bohemio en Austria, como austriaco entre los alemanes, como judío en todas partes), se ajusta bien a la de un hombre que logró triunfar en una Europa central donde el antisemitismo era doctrina casi oficial cuando el término aún no había sido ni siquiera inventado. Mahler tuvo que convertirse al catolicismo para acceder al puesto de director de la ópera vienesa, el cargo que más ansiaba ocupar y desde el que, con un coraje, una determinación y una capacidad de trabajo insobornables, transformó por completo la institución, acabando con el nepotismo, la rutina y la autocomplacencia. Al final, agotado por las intrigas y por las campañas de la prensa ultranacionalista y racista, acabaría abandonando su puesto para dirigir tres temporadas y media en Nueva York, ciudad que también dejó pocos meses antes de su muerte hastiado de envidias, rencillas y burocracia.

Norman Lebrecht no es en absoluto ambiguo en este trabajo: para él, Mahler no sólo ha dado sentido a sus más de treinta años de rastreo incesante tras sus pasos ("Mahler sustenta mi vida"), sino que piensa que su música tiene implicaciones muy estrechas con la cotidianeidad, no sólo como proveedora de respuestas más o menos intelectuales ("Mahler añade amplitud y profundidad al pensamiento"), sino por sus implicaciones éticas, que lo convierten "en una guía práctica para vivir una vida creativa, para saber cuándo hay que empecinarse, cuándo forzar la marcha y cuándo darle tiempo al tiempo". Es el caso típico del estudioso enamorado de la figura de su estudio, lo que por otro lado es bastante normal entre los mahlerianos, empezando por Henri-Louis de la Grange, un auténtico obseso, que pretende dejar por escrito casi la documentación de cada pisada del músico entre la hojarasca de sus refugios veraniegos.

Lebrecht no escatima detalles íntimos (los problemas del músico con las hemorroides, sus escarceos sexuales) pero los engarza todos en la justificación de una biografía dominada por la voluntad de sobrevivir (la muerte marca la vida de un hombre que vio pasar ante sus ojos los ferétros de muchos de sus hermanos pequeños o el de su propia hija de sólo cinco años), de crecer, de no cejar en el esfuerzo hasta encontrar el camino de la excelencia, pero también por una búsqueda del amor, que creyó materializado en Alma, hasta el punto de que sus sentimientos ni siquiera parecieron tambalearse por las repetidas infidelidades de la esposa. A Lebrecht no le cae bien Alma, y no deja pasar ocasión de demostrarlo, no sólo desacreditándola como informadora (sus cartas manipuladas y sus memorias llenas de mentiras), sino juzgándola con dureza inusitada en los episodios más dramáticos de la vida del músico (incluida su propia muerte).

Mahler llenó sus partituras con la materia de la que está hecha la vida, la suya propia y toda la que, humana o no, le rodeaba, viene a decirnos el crítico británico, y es por eso que aún hoy sus sinfonías siguen interrogándonos sobre cuestiones esenciales de la existencia. Y por eso es importante saber bien qué Mahler se está escuchando: una música como la suya, concebida como receptáculo universal, en la que todo cabe, preñada de significados en ocasiones contradictorios, admite unos márgenes amplísimos de interpretación, y Lebrecht dedica la parte final de su obra a destramar la maraña de las miles de grabaciones mahlerianas que circulan (o han circulado) por el mercado, mostrando también ahí sus filias y sus fobias, pero sobre todo aprovechando para insistir en la tesis central de su ensayo: ¿Por qué Mahler? Porque, pasado un siglo, su mundo es el que hoy habitamos, es nuestro mundo, de modo que conocer a Mahler, al fin, es "conocernos a nosotros mismos".

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