Sevilla-Granada

Ni en cuerpo ni en alma (1-4)

  • El Sevilla, con la cabeza en las finales, echa el cierre a Nervión con un extraño ambiente que acaba en feo tanteo.

Estaba el escudo, estaban las camisetas, estaban las fichas de los jugadores en la caseta del árbitro entregadas por el delegado, Juan Martagón, pero el Sevilla, sencillamente, no estaba en la lluviosa tarde de ayer en el Sánchez-Pizjuán. Tendrán que perdonarlo, pero tenía dispensa.

En medio de un ambiente un tanto extravagante, entre de euforía y de hastío, el sevillismo cerró la campaña de su equipo en casa tragándose un sapo que le supo hasta dulce. Todos coincidirán en que no era el día de meter más la pierna que nunca, que lo que viene a partir de la semana que viene es lo que hay que mimar, pero al aficionado también le sirvió la mojada tarde ante el Granada para hacer criba en esa segunda línea de formación que es la que lo ha forzado a llegar a este punto de la Liga sin tener nada que jugarse.

El resultado, además, se afeó más de la cuenta en los minutos finales y -eso sí- dejó más en evidencia a algún que otro profesional que llegó a este vestuario en invierno literalmente de rebote, un vestuario en el que tiene el inmenso e inmerecido privilegio de vestirse junto a unos jugadores que, sin comerlo ni beberlo, lo van a llevar a vivir dos finales. A jugarlas, no, desde luego. Faltaría más.

El Sevilla que presentó Emery ante el Granada ni en cuerpo ni en alma estaba en el partido. Evidentemente, la cabeza estaba donde tenía que estar, en esas finales en Basilea y Madrid que los sevillistas van a preparar con todo, y el cuerpo, pues donde debía estar, descansando en la grada o en el banquillo. Contados jugadores de los que tengan opción ante el Liverpool algún minuto participaron de inicio. Si acaso Escudero porque Tremoulinas ha dicho adiós a la temporada, Kolodziejczak, Konoplyanka o Iborra. El resto, junto con aportación de jugadores jóvenes y dos homenajeados (Beto y Pareja) formaban un Sevilla que podía ser una galleta empapuzada en unas natillas para un Granada que venía jugándose el pellejo y que al final logró la permanencia.

Y eso que en la primera mitad no dio una mala impresión el equipo sevillista. Se fue al descanso perdiendo, sí, pero sólo lo merecía por ese defecto durante todo el año que siguen sin pulir los blancos, jueguen los titulares o jueguen los suplentes. Como el gol del Shakhtar Donetsk el pasado jueves, el tanto de Isaac Cuenca en el descuento de la primera parte llegó en una transición ataque-defensa no frenada a tiempo y originada en un saque de banda a favor muy cerca del córner en el que se liaron Diogo Figueiras y Cristóforo. Y como estos dos goles, el tercer tanto del Granada también se gestó en la pasividad defensiva en una jugada similar, un contraataque rival que murió en un penalti inocente del luso sobre su compatriota Miguel Lopes.

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Deberá cuidar eso el cuerpo técnico porque se ha ido repitiendo demasiadas veces (el partido en Gijón fue todo el tiempo así) y en una final sería dar una concesión muy grande. El caso es que ese defecto y la falta de acierto en tres o cuatro ocasiones ante Andrés Fernández obligaron al Sevilla a encarar el segundo tiempo con el marcador en contra. Juan Muñoz, que tuvo tan buenos movimientos como malas ejecuciones de finalización, rozó el gol en varias ocasiones, sobre todo en un gran desmarque en el que la cruzó demasiado y un balón que sacó Ricardo Costa bajo la raya. Y hasta la jugada del primer gol del Granada debió ser el 1-0 para el Sevilla, pues un remate defectuoso de Figueiras acabó en ese saque de banda y esa carrera hacia atrás en la que Cristóforo cedió ante el ritmo de Peñaranda.

Todo transcurría entre un cruce extraño de sentimientos en la grada, que lo mismo cantaba el "ea, ea, ea... nos vamos a Basilea" que le dedicaba una bronca de aúpa a Llorente. Era como asistir a una fiesta con desgana, como obligado y encima con la tarde metida en aguas... Un da igual lo que pase que no dejaba de recordar que la trayectoria liguera fue muchos días eso. Era, como así decirlo, como ver uno de esos tantos partidos insulsos fuera de casa pero jugándolo en el Sánchez-Pizjuán.

Diego González, en el primer balón que tocó, llevaba el marcador a un empate que, por los méritos de cada uno hasta entonces, era justo. Otra cosa fue después de ese taconazo, pues entre pérdida de las marcas, de concentración, balones regalados y contraataques no frenados el Sevilla echó la persiana en Nervión con un feo espectáculo. Todo sea por lo que ha de venir...

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