“Uno nunca es ese que ven los demás ”

Miguel A. Zapata | Escritor

Miguel A. Zapata
Miguel A. Zapata
Andrés Cárdenas

19 de septiembre 2025 - 03:00

Miguel A. Zapata nació en Granada en 1974. Su labor de docente le llevó a Madrid, desde donde da clases y escribe. Acaba de publicar ‘Poética del emitaño’, su cuarta novela. Zapata ha sido finalista del premio IX Setenil al mejor libro de cuentos publicado en España. Ha sido galardonado en varias ocasiones. Entre los reconocimientos destaca especialmente el Premio Andalucía de la Crítica de Narrativa que recibió gracias a su novela ‘Nos tragará el silencio’. Su obra, profunda y aleccionadora, ha sido objeto de estudios y ensayos en varias universidades.

Pregunta.–Comparte usted nombre y apellido con un conocido poeta latinoamericano y con un entrenador de baloncesto.

Respuesta.–Sí, lo sé. No me apellido Gómez o Escamilla precisamente por perseguir la idea loca de ser único y fíjese qué cosas. En cualquier caso, me agrada la coincidencia: amo ambas disciplinas, la poesía y el baloncesto, que me han proporcionado no pocos momentos de glorioso placer. Todo sucede por algo, uno es zapatista por algún designio inextricable del Universo.

P.–Acaba usted de publicar ‘Poética del ermitaño’, su cuarta novela. Lleva buen ritmo creativo.

R.–Hace ya casi un cuarto de siglo desde la publicación de mi primera obra, Ternuras interrumpidas. El tiempo pasa volando. He publicado nueve obras en ese lapso y no sabría decir si soy prolífico o no, seguro que menos que Gómez de la Serna o Umbral. En cada nueva obra me digo: “Ya no tengo nada más que decir”. Poco después me desdigo y me veo trabajando en otra novela. Supongo que los temas son finitos, pero las posibilidades de darle vueltas al cubo de Rubik que es la ficción son infinitas. Es curioso: en literatura tiene prestigio la obra única o muy escasa (pienso en Rulfo o John Kennedy Toole), pero en otras disciplinas, como la música, es un demérito (el famoso one hit wonder). La literatura precisa de una continua retroalimentación, una cinta de Moebius eterna.

P.–¿Qué espera transmitir a sus lectores con esta obra?

R.–La idea de que la distancia entre uno y los otros puede ser sideral e infinitesimal al mismo tiempo, que viajamos en un orbe lleno de gente, pero entre enormes espacios vacíos, que salir de nuestras pequeñas prisiones corporales, es a menudo un esfuerzo ciclópeo.

P.–A decir de los que los que la han criticado esta es su obra más íntima. ¿Está de acuerdo?

R.–Sí, hay mucho de mí en Don, el casi misántropo que vive en la ermita abandonada sobre el monte. Pero el proceso de sublimación en la construcción del personaje evitará a quien me conozca ver mis perfiles de forma nítida en él. Me horroriza la literatura del yo subrayado, nominal, dándose golpes de pecho lobo ante el espejo. Uno nunca es ese que ven los demás cuando camina o habla, no hay necesidad de tener un cursor indicando nuestra presencia a cada paso, como en un videojuego. Hablo más de mí cuanto más lejos parezco encontrarme de mis personajes.

P.–En ella usted indaga en la naturaleza de la soledad.

R.–Así es. Pero no pretendo hablar expresamente de la soledad como ausencia de los otros, sino como un camino a una comprensión mejor de uno mismo. A menudo, el ruido exterior nos impide saber cuáles son las fronteras y los perfiles que nos delimitan. Los otros, a menudo, nos desdibujan. Pero, y aquí está la gran paradoja, también son necesarios para construirnos. En esa entente difícil entre cada uno y el resto hay formas inauditas de revelación. A ellas se encomienda Don, el ermitaño.

P.–¿Usted sería feliz siendo un ermitaño?

R.–De manera interruptus sí. Pero no podría renunciar a mi pequeño manojo de seres que amo, a adquirir nuevos perfumes o zapatos allá donde los otros bullen, mercadean, intercambian experiencias o fluidos. El punto intermedio entre el anacoreta y el rey de todos los saraos debe ser algo parecido a aquella novela de María Luisa Bombal, La amortajada, pilotando desde el otro mundo, pero sin perdernos ripio de este. Así sí, carajo, aunque sea como medio en broma.

P.–¿Es mejor vivir solo que bien acompañado?

R.–Lo ideal es una compañía tan selecta que uno se encuentre tan bien con ella como si estuviera solo.

P.–De todas maneras, hay soledades conscientes y otras no conscientes.

R.–Estoy de acuerdo. No hay soledad mayor que la no elegida, y suele ocurrirle a quien necesita demasiado a los otros, a quienes notan las ausencias de forma más dolorosa.

P.–¿Es una novela suelta o piensa usted indagar más en este tema de la soledad?

R.–De una u otra forma, todos mis personajes son gente sola, que se queda sola, que no supo sino estar sola. Un destino, supongo, ellos sabrán. Quizá la próxima obra sea una reunión bullanguera de gente festiva. Pero no apueste por ello.

P.–García Márquez ya dijo que la soledad dura cien años y Paul Auster ya la inventó.

R.–Solo nos queda reinventarla, pues. O vivir más de un siglo para saber qué se siente al perderla.

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