Literatura y pensamiento

El poder y sus sombras

  • El insomne Ferlosio acude a las viejas palabras, a su profundidad histórica, al antiguo espejear del castellano, como artimaña para eludir la frase hecha

Manuel Gregorio

Escritor

La concesión del Nacional de las Letras a Rafael Sánchez Ferlosio ha vuelto a poner ante nosotros el carácter enigmático de su obra. Una obra que comenzó siendo narrativa, El Jarama, Industrias y andanzas de Alfanhuí, su Testimonio, para derivar de inmediato en el ensayismo, cuya última muestra es Guapo y sus ‘isótopos’. A esta faceta oracular debemos gran parte de la escritura de Ferlosio; a un pensamiento laberíntico, de palabra arcaizante y gesto subversivo, donde el asunto a solventar no ha sido otro que el poder y sus formas: bien sea el poder como estructura externa, como edificio legítimo, como fuerza coercitiva, bien como invisible realidad tentacular, donde el albedrío humano sucumbe a los resortes del  idioma.

Es famosa la anécdota recogida por Eco en los 60, cuando una señora se quejaba del novedoso influjo televisivo: “Hay que ver esta televisión, que no me deja ni planchar”. A esos desfallecimientos de la voluntad, entre inocentes y grotescos, va dedicada la obra de Ferlosio desde hace varias décadas. A una cuestión que se hace evidente, más allá de toda duda, terminada la II Guerra Mundial y su colosal esfuerzo propagandístico. Me refiero al idioma como elemento de dominio, como discurso interesado, como arboladura de unos intereses que no son, que no coinciden, que podrían diferir del interés general. Probablemente, fue el proselitismo banderizo del XX, desde la Revolución de octubre a la universal esquizofrenia de la Guerra Fría, el que puso de relieve esta docilidad de las palabras, y su inquietante facilidad para concitar entusiasmos. No otra cosa hizo la publicidad, desde los años cincuenta, para fomentar el consumo en un mundo basado en la producción masiva y las economías de escala. Son muchas las páginas (Non olet, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos) que Ferlosio ha dedicado al escrutinio de este fenómeno que santifica el trabajo, el esfuerzo productivo, el vértigo consumista, y condena como antisocial las horas de ocio y libertad privadas. Sin embargo, como decimos, fue el pensamiento francés de posguerra, desde Barthes, Bachelard, Sartre y Foucault, hasta el profuso irracionalismo de Jacques Derrida, quienes han perseguido los vericuetos del idioma, del discurso dominante, para hacerlo aflorar en su intención profunda. Desde las Mitologías y El grado cero de la escritura de Roland Barthes, desde la Historia de la Sexualidad y la Vida de los hombres infames de Michel Foucault (también Las manos sucias de Jean Paul Sartre), lo que se postuló es el poder como sinónimo de coerción, y el idioma como vehículo de sojuzgamiento. A este linaje de escritores, de clara filiación gala, pertenece el ensayismo de Ferlosio, como antes lo fueron Leonardo Sciacia, Mijail Bajtin o el Noah Chomski que plantea “El problema de Orwell”. Esto es, la insólita capacidad del idioma para desinformar, y su ductilidad para obviar lo evidente, referido al ámbito de las dictaduras. Sea como fuere, se trata de una inquietud moderna, cuya primera escenificación, tan bárbara como eficaz, quizá sea la obra de aquel extravagante libertario que fue el Marqués de Sade. De ahí también esta costumbre francesa por cuestionar los márgenes del poder y su escondida urdimbre. Pues no debemos olvidar que fue en el XVIII de Sade, en el contradictorio Siglo de las Luces, cuando se articula un pensamiento ordenado en torno a la libertad y sus nombres, y donde se define un concepto asombroso, la ciudadanía, cuya conquista, según Chateaubriand, hizo atravesar a Europa “un mar de sangre”.

Por todo ello, por el recelo que el poder suscita, la escritura de Ferlosio ha recurrido a un lenguaje inactual, ondulante, de raíz azoriniana, no tanto por el gusto retardario o el homenaje al clásico (su Industrias y andanzas de Alfanhuí remite directamente al Lazarillo de Tormes), como por un afán de precisión, necesitado de un amplísimo léxico. Si Azorín andaba revolviendo diccionarios desde el amanecer, ayudado sólo por un vaso de agua, el insomne Ferlosio acude a las viejas palabras, a su profundidad histórica, al antiguo espejear del castellano, como artimaña para eludir la frase hecha, el centelleo del slogan, así como el pensamiento vicario e insustancial del refranero. Al cabo, pensar es decir por uno mismo, en lucha con el idioma, aquello que nos acucia y nos inquieta. Pensar es, en cierto modo, la única forma de ser libre. Y esto lo ha hecho Ferlosio sobradamente.

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