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El maestro de gramática

  • Ornette Coleman, uno de los contados y verdaderos genios del jazz, en el que se desenvolvió como un revolucionario, muere en Nueva York a los 85 años.

En un ámbito jazzístico acostumbrado a desenvolverse -a menudo más por generalización que por criterio- entre adjetivaciones superlativas, la figura de Ornette Coleman representa como pocas la más plena dimensión del término genio. De hecho, apenas otra media docena de apellidos -Armstrong, Ellington, Parker, Davis, Coltrane...- puede otorgarse un rol similar, verdaderamente transformador del género en su más de un siglo de historia. Ornette se vistió con los ropajes de último revolucionario para cambiar bases y normas de un estilo que contempló aturdido su asalto y dilatación y que no volvería a pensar y a actuar igual tras conocer su sediciosa música.

Nacido en Forth Worth, Texas, en 1930, su irrupción en la escena neoyorquina produjo miradas de burla entre sus coétanos: aunque de forma tímida al principio, el saxofonista negro de formación autodidacta irrumpió dispuesto a subvertir las reglas partiendo al comienzo de estructuras convencionales e introduciendo poco a poco flamantes horizontes. El sello Contemporary lo apoyó en sus primeros pasos a finales de los 50 del pasado siglo mientras que la década siguiente estimuló su explosión bajo la etiqueta Atlantic: su cuarteto habitual (con Don Cherry, Charlie Haden y un Billy Higgins luego sustituido por Ed Blackwell) marcó época de la mano de un enfoque libre que, bebiendo del blues o el bebop, retaba a la ortodoxia con explícitos títulos como The Shape of Jazz to Come, (1959) Change of the Century (1960) o This Is Our Music (1961). Pero ningún título como el turbulento e histórico Free Jazz (1960) para dar carta de movimiento a un canal de expresión, en el que también fueron abrazados colegas de la talla de Cecil Taylor o Albert Ayler, que se liberará de corsés y clichés a través, en este caso, de un formato de doble cuarteto. Rienda suelta pues a la radicalidad de un planteamiento aliado de atonalidad y disonancia que influiría en colegas del peso de John Coltrane y donde también confluyeron impulsos sociales y políticos que anticipaba lo que estaba por llegar a la sociedad estadounidense.

Durante los años siguientes, Coleman no se dedicó a vivir de las rentas sino que expandió su radio de acción a instrumentos como trompeta, violín o guitarra, contactó con modelos procedentes de países como Marruecos y plasmó su pensamiento musical en un sistema propio, casi una doctrina metafísica según algunos historiadores, bautizado como armolódico. No faltó un punto de excentricidad al sentar a su hijo Denardo, de 10 años, a la batería en su álbum The Empty Foxhole (1966), similar al que mostró en sus inicios al enarbolar su distintivo saxofón de plástico blanco. Coleman había transgredido límites que muchos otros jamás se atrevieron a conjeturar.

Su grabación en directo en el Golden Circle de Stockholm en 1965 lo mostró pletórico pero Ornette ya tenía la cabeza en partituras orquestales con la Orquesta Sinfónica de Londres en Skies of America (1972), para quinteto de viento y madera o cuarteto de cuerda, mientras disfrutaba de una beca Guggenheim, algo poco menos que inédito para un músico de jazz en aquellos tumultuosos años. La evolución siguió alimentando su motor y las nuevas décadas no lo pillaron de sorpresa: la inclusión de instrumentos armónicos en sus combos, su interés por la música electrónica, el funk, el rock o el baile, la puesta en marcha de líneas de investigación como el proyecto Prime Time en 1975 y la asociación con nuevos nombres (el bajista Jamaaladeen Tacuma o el batería Ronald Shannon Jackson, entre ellos) instituyeron renovadas cimas en su discografía y ahí quedaron títulos como Body Meta o Dancing In Your Head para exhibir su pleno estado de forma en 1976.

Pero no se engañen, en esta historia no todo fueron aplausos: Coleman nunca se despegó de la controversia que había asediado sus inicios y cualquiera de sus movimientos y gestos fue examinado con lupa por un talibanismo jazzístico que nunca le perdonó su singularidad y mucho menos su significado. Así lo siguió demostrando en décadas posteriores, regadas de sutiles alteraciones y con intensidad brotando a borbotones tanto en deslumbrantes conciertos o modélicas asociaciones con admiradores el peso de Pat Metheny (Song X, 1985) o Joachim Kuhn (Colors, 1996) como en una discografía propia ejemplar y comprometida. Uno de sus últimos títulos fue Sound Grammar (2006): perfecta definición para un inconmensurable maestro de la gramática musical, propietario de una magnitud demasiado colosal para ser abordada en una apresurada necrológica como ésta. Una considerable bibliografía y, sobre todo, su indestructible música se encargarán de seguir agrandando la dimensión de ese humilde coloso fallecido ayer en Nueva York, a los 85 años, a causa de un paro cardiaco.

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