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El lago de los cisnes

Un ballet para disfrutar

Odette y Sigfrido en un romántico paso a dos del segundo acto.

Odette y Sigfrido en un romántico paso a dos del segundo acto. / José Ángel García

Anoche, en un Teatro de la Maestranza lleno a rebosar, se pudo comprobar la sed de danza clásica que tiene el público aficionado.

El lago de los cisnes ha visitado ya en varias ocasiones este teatro (con los ballets de Moscú, Stuttgart, Kiev…) pero no deja de ser un placer ver los retos dancísticos que presenta y, cómo no, escuchar la música sinfónica, tan llena de melodías, de Tchaikovski, interpretada en directo por la Ross. En ella, el lirismo que acompaña el motivo musical de la protagonista (con el lucimiento de instrumentos como el arpa o el violín) contrasta con la fuerza espectacular de pasajes como el de la tormenta del final, magníficamente ilustrada con una tela oscura ondeante que invade el escenario hasta tragarse literalmente al príncipe Sigfrido.

Estrenada en Moscú en 1877, lejos ya del romanticismo exacerbado que había dado frutos tan magníficos como la Giselle, la obra fracasó estrepitosamente debido sobre todo a la mediocre coreografía del austríaco Julius Reisinger. Hubo que esperar a su reposición en San Petersburgo en 1895 (Tchaikovski había muerto dos años antes), con coreografía de Marius Petipa y Lev Ivanov, para que el título despegara hasta convertirse en uno de los más populares de la historia, versionado a lo largo de los años por grandes coreógrafos de todos los estilos, como John Kranko, Rudolf Nureyev, Mats Ek o Balanchine.

Tal vez el secreto de su éxito radique en la universalidad de sus conflictos: el bien frente al mal, la fidelidad frente a la traición o la fuerza del amor frente al poder de la magia o de las fuerzas sobrenaturales…

La versión del Aalto Ballet, estrenada en febrero de 2018 con motivo del bicentenario del nacimiento de Petipa, y firmada por el belga Ben Van Cauwenbergh, es una versión bastante libre que resalta la agilidad de un elenco muy joven y lleno de dinamismo, como ya reseñáramos en 2016 con motivo de la presentación de su Romeo y Julieta.

El elenco está formado por una treintena de bailarines. Pocos, podría pensarse, para llenar un lago de cisnes (fueron 18) o para celebrar una fiesta de cumpleaños en una suntuosa corte del acto tercero. Pero un auténtico milagro si pensamos que el Aalto es el ballet de una ciudad más pequeña que Sevilla y que otras muchas ciudades de Alemania (Stuttgart, Frankfurt…) tienen el suyo propio mientras que en España han ido muriendo de inanición las pocas iniciativas surgidas en este campo.

Entre los miembros de la compañía, de 13 países diferentes, destacaron personalidades como la del cubano Moisés León Noriega (el magnífico Mercucio de Romeo y Julieta), que desplegó una fuerza y una precisión increíble en el breve papel del mago Rotbart; o la de Wataru Shimizu, Benno (amigo de Sigfrido) con unas piruetas oblicuas realmente espectaculares.

Los protagonistas por su parte, Artem Sorochan y Mika Yoneyama, forman una pareja magnífica. El ruso ofreció mil matices en su parte dramática y unos estupendos portés mientras que la japonesa, con una técnica sencillamente extraordinaria, brillo como cisne-Odette y encandiló a todos en su papel de Odile, el cisne negro.

Con los cuatro actos divididos en dos partes, la puesta en escena –escenografía, vestuario, luces…- resultó cuidadísima y eficaz y la coreografía, vistosa y jugando siempre a favor de los bailarines. El más débil –tal vez por las expectativas que provoca- quizá fuera el segundo acto. A pesar del humo y de las imágenes aumentadas del vídeo, gran parte de su misterio y de su poético hieratismo original se pierden a favor de un dinamismo que ofrece otro tipo de oportunidades para las bailarinas. También hubo algunos errores propios de la primera representación en un nuevo espacio.

Pero esta debilidad se vio ampliamente compensada con un tercer acto (la fiesta en la corte) lleno de coreografías originales y magníficamente interpretadas –estupenda la pareja española, así como la rusa, con la cubana Yanelis Rodríguez- y con un brillante cuarto acto en el que, de entre todos los finales que ha conocido la obra, Van Cauwenbergh ha elegido salvar a los amantes y dar otra oportunidad a las muchachas-cisnes.

Un final que el público, que aplaudió entusiasmado por sevillanas, agradeció de seguro en medio de la incertidumbre que sigue reinando a nuestro alrededor.

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