Crítica 'los ilusos'

Cine de entretiempo

Los ilusos. Drama, España, 2013, 93 min. Dirección y guión: Jonás Trueba. Fotografía: Santiago Racaj. Intérpretes: Francesco Carril, Aura Garrido, Vito Sanz, Mikele Urroz, Isabelle Stoffel, Luis Miguel Madrid, Javier Rebollo.

Ya en Todas las canciones hablan de mí, el primer largometraje de Jonás Trueba, se dejaba sentir el peso de la cinefilia como alimento para un filme afrancesado capaz de conectar la deriva romántica y sentimental de una generación (la del propio cineasta) con un aire de modernidad poco frecuentado por aquí.

Aquella película se movía, empero, cerca de los márgenes del cine industrial, algo que no sucede ya, de manera buscada y consciente, en este segundo trabajo cuyo recorrido, modesto, sigiloso y transversal, de plaza en plaza, nos vuelve a situar ante un nuevo espejo entre la vida y el cine con el blanco y negro como materia nostálgica y la apariencia del proceso de construcción del propio film como asunto central del mismo.

Los ilusos toma prestado el título al padre Azcona para homenajear, a su manera, a otros tantos padres cinematográficos que nutren el imaginario y la sensibilidad del pequeño de los Trueba, con un Madrid fantasmal como marco para una nueva opera prima que remite a los personajes y paisajes urbanos, cafés, librerías, restaurantes baratos y apartamentos del cine de un Philippe Garrel, o que cita a Ming-Liang, Mekas y Rivette como prueba del algodón de una cinefilia autentificada.

Se trata aquí de celebrar el cine (y con él, la vida y su herencia) en sus intersticios, en su proceso, en su búsqueda, o de dar esa sensación al menos. Los ilusos parece (no) hacerse ante nosotros en las noches de resaca de la Playa Mayor, entre conversaciones de amigos y aspirantes a actores, filmando a chicas guapas tras los cristales y escuchando a músicos indies en fiestas privadas, retratando rótulos de viejos cines y pasajes comerciales solitarios, andando y desandando su propia peripecia de película hecha a salto de mata, con celuloide sobrante, en los ratos libres, voluntarios o forzosos de la profesión.

La cuestión es si, de todo ello, no acaba desprendiéndose realmente una nostalgia cinéfila demasiado parecida a la de los padres, por más que hayamos cambiado de referentes y autores de cabecera. Y, por supuesto, si detrás de estos pedazos dispersos y asincrónicos de una película incompleta no hay, en el fondo, una cierta impostura, un exceso de autoconciencia didáctica que contradice y satura la esencia del proyecto.

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