Giselle | Crítica de danza

La delicadeza de Giselle

Haruhi Otani y Alessandro Riga rodeados por los vendimiadores en el primer acto.

Haruhi Otani y Alessandro Riga rodeados por los vendimiadores en el primer acto. / Antonio Pizarro

Como un pequeño milagro entre las nada halagüeñas noticias del día, la Compañía Nacional de Danza, al igual que el año pasado, ha llegado al Maestranza para inaugurar el nuevo año teatral y mostrar la primera de las grandes apuestas de su reciente director, Joaquín de Luz.

Giselle es sin duda uno de los títulos más universales del llamado ballet romántico. Desde su estreno en la Ópera de París, en 1841, con música de Adolphe Adams y libreto de Théophile Gautier y Jules-Henri Vernoy, ninguna de las grandes compañías se le ha podido resistir.

Muchas han intentado dejar en él su sello, aunque solo algunas producciones –como la mítica versión de Alicia Alonso para el Ballet de Cuba, que vimos en este mismo escenario en 2013- han quedado para el recuerdo.

Es lógico, pues, que Joaquín de Luz, partiendo del libreto y de la coreografía original de Jules Perrot y Jean Coralli, quisiera realizar también su propia versión.

Para ello, consciente de que la compañía no tiene aún un estilo propio, decidió darle un color y un sabor más español con la complicidad del dramaturgo Borja Ortiz de Gondra y con algunos textos de un poeta como Gustavo Adolfo Bécquer.

Así, en el primer acto, Giselle vive en una aldea cerca del Moncayo mientras que los nobles que llegan a las fiestas de la vendimia, donde surge el amor entre la muchacha y el aristócrata Albrecht, son los viajeros románticos que, como el propio Gautier, dieron cuenta detallada de las particularidades de nuestro país.

Una elección más estética que necesaria, puesto que la historia, con su amor traicionado, su muerte y su encuentro en el más allá, posee el suficiente romanticismo como para llegar al público de cualquier continente.

Innecesarias pues, al igual que las proyecciones, las Rimas recitadas, aunque algunas casen a la perfección con la historia, sobre todo en el acto segundo, cuando las Willis, los espíritus de las muchachas traicionadas en el amor, llevan a cabo su cruel ritual.

Una elección que se extiende por momentos a la música y a la danza ya que el coreógrafo, con la ayuda del director musical, Óliver Díaz, introduce, por ejemplo, unas castañuelas en la orquesta para un ‘paso a dos de los vendimiadores’ de reminiscencias boleras que bailan magníficamente en el primer acto Cristina Casa y Yanier Gómez.

Del mismo modo, algunos bailes de corro nos recuerdan a la jota aragonesa si bien, al margen de esas pinceladas españolizantes, el primer acto destaca por su buen planteamiento teatral y su equilibrio coral.

En cuanto a la danza, lo más sobresaliente de la velada fue la labor de los protagonistas, Haruhi Otani (Giselle) y Alessandro Riga (Albrecht), ambos en posesión de una estupenda técnica y un gran nivel de compenetración, como ya pudimos apreciar el pasado año en El Cascanueces.

Sin grandes alardes, con una coreografía bastante sencilla –aunque nada es sencillo en danza clásica- ellos nos dejaron los mejores momentos. Otani es de una delicadeza casi ingrávida y, más que sobre sus puntas, parecía volar en los brazos de un Riga que convenció del todo en la romántica escena inicial del segundo acto. En realidad, fueron ellos los únicos que brillaron en un segundo acto donde las Willis, siempre espectaculares, únicamente resolvieron con dignidad.

Un lujo, como siempre, pero más ahora, contar en el foso con la Ross.

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