ALCINA | CRÍTICA

La Música y sus encantamientos en 'Alcina'

El aparente mundo feliz de Alcina.

El aparente mundo feliz de Alcina. / José Ángel García

Alcina, como heredera de la homérica Circe, es incapaz de alcanzar el amor de los hombres si no es mediante hechizos, mediante engaños. Tiene en su isla a amantes abandonados y convertidos en animales, monstruos y seres inanimados. Prisioneros, en definitiva, de su corazón tirano que sólo parece gozar mediante la sumisión y por ello la directora de escena de esta producción Lotte de Beer, los caracteriza como aquellos tristemente famosos prisioneros de las cárceles estadounidenses de Abu Ghraib o de Guantánamo, en ropa interior y con un saco en la cabeza que les hace vivir al margen del mundo que les rodea, sumidos en un cruel encantamiento. La brusquedad de algunos gestos y la violencia del trato en algunos casos remachan aún más la crueldad que acecha en el corazón de Alcina. El encantamiento se romperá cuando Ruggiero vence a la maga, que pierde sus poderes y ve con desesperación cómo todos sus prisioneros vuelven a su ser primigenio. Ya sólo queda esperar en soledad el paso de los años, como lo refleja la presencia de una Alcina anciana. Así, la concepción escénica de de Beer, muy cuidada y coherente, nos hace pasar del paradisiaco mundo encantado de un Malibú, un Capri o una Costa Azul de los años cincuenta, al espacio despojado y gris de las últimas escenas, cuando se manifiesta la oscuridad de sentimientos que salen a la luz tras descorrerse el velo del encantamiento. La escenografía está muy bien trabajada a base de módulos movibles y a pesar del entorno oscuro del escenario la brillante iluminación acentúa el brillo de los tejidos metalizados. La muy cuidada dirección de actores, por último, completa una puesta en escena inteligente, clara, coherente, sin discursos paralelos y sin alusiones fuera de lugar.

Andrea Marcon hizo posible la materialización sonora de la dramaturgia musical haendeliana mediante una dirección sumamente atenta a poner de relieve los afectos dominantes en cada momento, partiendo siempre de un pulso definido y nítido, sin blanduras, pero también sin alocados contrastes. Todo estuvo en su sitio en cada aria, con gran maestría en la acentuación, especialmente en la que tiene sentido dramático, como en la introducción del aria Ah! mio cor!. La OBS le siguió al milímetro, con un sonido de un bellísimo empaste y una variada gama de colores. Para el recuerdo quedan momentos como el solo de violonchelo de Mercedes Ruiz en Sì: son quella.

Jone Martínez es una voz que te ata desde los primeros sonidos por su calidez, su brillo y su manera tan delicada de frasear, su dicción clara y la afectividad de su línea de canto. Puro terciopelo el canto de Beaumont, atenta a cada matiz con su voz clara en contraste con la más oscura de Mack, igualmente expresiva. Rutilante el timbre de Martín Cartón, de agudos timbradísimos en Tornami a vagheggiar. Juan Sancho, a pesar de su tendencia a sobreactuar vocal y escénicamente, pudo exhibir su dominio de la coloratura en All’offesa. Bien Novaro y escasa de volumen Ruth González.

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