'Happy End' | Crítica

Haneke's Greatest Hits

Como si de un recopilatorio de grandes éxitos se tratara, el último filme del austriaco Michael Haneke pone frente al espejo muchos de los temas, personajes, gestos y modos de su cine desde los días de El séptimo continente (1989) a la más reciente y aclamada Amor (2012), en lo que tal vez puede entenderse como un punto de inflexión en su carrera o un intento de quitarse de encima el polvo dorado y las etiquetas del prestigio autorial y el magisterio moral que pesaban como una losa en sus últimas propuestas.

Un recopilatorio que busca ser, cómo no, voluntariamente autoparódico, cómico si me apuran, aunque el (sentido del) humor en Haneke nunca haya brillado precisamente por su elocuencia, incluso en la más fría y distanciada de sus formas.

Happy End traza una vez más el retrato de la decadencia coral de una familia burguesa en el límite de la caricatura, una decadencia materializada en el derrumbe literal de una obra de ingeniería gestionada por la empresa familiar al que se suceden, en distintos episodios fragmentarios, estampas encadenadas de una crisis que afecta a todos y cada uno de los miembros del clan en forma de intentos de suicidio, infidelidades, chats subidos de tono, traiciones, vanos intentos de redención o situaciones embarazosas a costa de la lucha de clases: de la niña adolescente (Harduin) que va a vivir con su padre (Mathieu Kassovitz), al abuelo que encarna el gran Jean-Louis Trintignant, deseoso también de quitarse de en medio por las vías más variopintas, pasando por la hija mayor (Isabelle Huppert) y el hijo de ésta (Rogowski), que combate su destino como heredero desde la rebeldía y el desafío al orden familiar.

Haneke hace suficientes guiños explícitos a sus películas anteriores como para que nadie se pierda por el camino metatextual, incluidos sus habituales juegos con la imagen como simulacro y su mirada crítica a los dispositivos audiovisuales y tecnológicos, pero todo resulta empero de una rigidez de laboratorio tan calculada y visible que no quedan apenas resquicios para que el pretendido humor (negro) se filtre o estalle entre los pliegues de su distanciado mecanismo autoconsciente.

Happy End se propone así como una nueva crónica (intelectual) de la miseria moral de la burguesía sin que sus personajes dejen de ser nunca las marionetas que, en los peores momentos de su obra, apenas sirven y funcionan como cobayas para un experimento sobre el comportamiento y la condición humanas, los trampantojos de la representación y el diagnóstico siempre pesimista sobre un tiempo aciago.

Incluso cuando quiere hacernos reír o reírse de sí mismo, Haneke no puede evitar ejercer de viejo y severo profesor en el atril. Hasta sus discípulos más aventajados han sabido ya bajar de la tarima.         

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