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IN MEMORIAM JULIÁN RODRÍGUEZ

Hermandad

  • El artista recuerda a su editor y galerista de Casa sin fin, el también escritor Julián Rodríguez, fallecido prematuramente en Segovia el pasado 28 de junio 

Julián Rodríguez (Cáceres, 1968- Segovia, 2019).

Julián Rodríguez (Cáceres, 1968- Segovia, 2019). / Errata Naturae

Maurice Blanchot hablaba de la comunidad que forman los lectores de un mismo libro, aún sin conocerse, se trata de un vínculo suficiente. Así fue que conocí a Julián Rodríguez, años antes de que me adoptara en su galería Casa sin fin y en su editorial Periférica, estoy hablando de finales de los años 80, sí. El caso es que Julián se dirigió a mi ya con un vínculo, el de su invitación a escribir en Sub-Rosa, una revista que llegaría a ser de culto. Sub-Rosa era la rúbrica con la que Baruch Spinoza cerraba muchas de sus cartas, dando a entender que lo que allí se mencionaba era algo que no requería de más publicidad, asunto privado que, tácitamente, tampoco había que divulgarlo. Esa elegante invitación al secreto fue lo que nos puso en contacto y, también, lo que alimentó una amistad durante tantos años. No es lo mismo tener un amigo que cultivar una amistad. Son cosas diferentes y las dos tienen un extraordinario valor. Aquí se trataba de lo segundo, una amistad en el sentido que Derrida daba a la palabra, una amistad capaz de conservar toda su potencia.

Nuestro marranismo era un lazo fuerte. Julián valoraba el jamón de Cáceres como yo el pata negra de Aracena, y a Miguel de la Montaña y a Benito Espinosa, o sea, Spinoza y Montaigne, que entonces, junto con Walter Benjamin, para nosotros un marrano más, ahogaban nuestras conversaciones. Julián empezó a proponer exposiciones, más como curator que como comisario, entiéndanse bien las palabras. Entre el Ante y después del entusiasmo de José Luis Brea y El sueño imperativo de Mar Villaespesa, Manifesto, que se presentó en Beja, Portugal, fue una suerte de síntesis que destilaba ambos caminos.

También fue una práctica de iberismo, Julián practicaba, sí, la comunión con Portugal y de allí llegó después nuestra lectura de Debord y el monto por la primera edición portuguesa de La sociedad del espectáculo... Pero, después, sin saber porqué, pasaron más de 15 años sin vernos ni hablarnos y ahí se confirmó nuestra comunidad. Valentín Roma, a la sazón comisario del primer Pabellón Catalán en la Bienal de Venecia, con el proyecto La comunidad inconfesable, volvió a conectarnos. Un trabajo mío, Las conversaciones, se convirtió por mediación de Julián en novela de prestigio y empecé a trabajar con su galería.

Pero lo mejor fue la naturalidad del "decíamos ayer", la vuelta de la conversación, retomando temas, flujos, densidades. Recuerdo que Catherine David -dirigió Documenta X, un verdadero replanteamiento de qué significa seguir haciendo arte- conoció a Julián y a su Casa sin fin y, con asombro, me dijo que no parecía una galería española, "es otra cosa, hay trabajo y mercadería, claro, pero también hay una atención a la experiencia".

Portada de uno de sus mejores libros, 'Cultivos' Portada de uno de sus mejores libros, 'Cultivos'

Portada de uno de sus mejores libros, 'Cultivos'

Y así era, sus dos pequeños espacios en Cáceres y Madrid eran una potente concentración del trabajo del arte, así, literalmente expuesto. Qué decir de Periférica, o de Contexto, que tanto animó y que han supuesto un renacer de la edición, del significado de seguir sacando libros. Y claro, Julián, con la galería y la editorial ocultaba sus libros. El presumía de "conocedor", más lector que escritor, pero no. En cierto sentido, seguía publicando Sub-rosa. Obviamente con novelas como Ninguna necesidad (2006) o Santos que yo te pinte (2010) y las escrituras de Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás (2004) o Cultivos (2008), sus piezas de resistencia, adelantó asuntos tan en boga como la auto-ficción, la novela-ensayo o la marca de "la España vacía", pero aquí lo que había exactamente era, lo refería más arriba, experiencia, exposición de unas condiciones materiales del vivir, poiesis, modo de hacer, desde el pueblo campesino hasta el lumpen urbano, tabernas y bibliotecas, amor a las mujeres, sexo, anís y rockandroll. Una verdadera hermandad.

En momentos tristes como este, esa amistad recobra un especial sentido. Ya digo, no se trataba del trato diario, ni de la charla telefónica, ni mucho menos del grupo de whatsApp. Entonces, eso que se fundaba en la comunidad de lectores de un mismo libro, tiene su continuidad, sigue adelante, casi pensando que la muerte es sólo un accidente, que la conversación y el aliento siguen ahí. Todavía recuerdo nuestra devoción por la escritura de Natalia Ginzburg. Esa alegría -de nuevo Spinoza- tiñe días aciagos como estos. Mantengamos eso.

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