ALMACLARA | CRÍTICA

Músicas para una encrucijada

Almaclara en la Sala Cero.

Almaclara en la Sala Cero. / Ignacio Díaz Pérez

Cercanas en el tiempo, pero distantes en el ánimo que las impulsa, las dos obras de este concierto reflejan la cara y la cruz de la cultura y de la vida europea entre 1930 y 1945. Nacida en su feliz etapa parisina de los años treinta, la Partita de Vitêzslava Kaprálova es la obra de una superdotada veinteañera que absorbe en la capital francesa todo el espíritu alegre, burlón e irónico amparado por la enorme sombra de Stravinski y su mirada deformada hacia el Clasicismo. Con ese impulso antirromántico abordó el Allegro energico el grupo Almaclara, con fraseo irónico, sonidos voluntariamente ásperos en las cuerdas, golpes cortos de arco, staccato bien marcado y un piano percutivo que apenas usaba el pedal para evitar una sonoridad ampulosa. Cambio de color, más cálido, para un Andantino declamado de forma ensoñadora, pero sin caer en un sonido dulce. Con escaso vibrato en las cuerdas y un piano incisivo perfectamente integrado en el quinteto de cuerdas, el Presto (Scherzando) final llevó al clímax de la energía y del desenfado expresivo.

Sólo unos años después, en 1945, Richard Strauss eleva un lamento por la destrucción de la cultura europea simbolizada en el bombardeo sobre el teatro de ópera de Munich, donde tantas óperas suyas se habían estrenado. Es el fin de la ilusión, la abrupta e irreversible constatación de que todo se derrumbaba, que el sueño del Reich de los Mil Años había acabado en la más cruel de las pesadillas. Strauss toma unas pocas notas de la marcha fúnebre de la tercera sinfonía de Beethoven y sobre ellas eleva un impresionante arco lleno de desesperación, de tristeza, de arrepentimiento, quizá de autorreproche por no haber sabido ver en su momento hacia donde conducía la política alemana con la que el mismo Strauss fue tan condescendiente. Es, a su manera, un mea culpa que hoy día nos sigue conmoviendo en lo más profundo porque, por desgracia, siempre hay motivos para mirar con desesperación al género humano. 

En versión para septeto de cuerdas de Rudolf Leopold, las integrantes de Almaclara se enfundaron desde el principio en un más que notable sonido muy empastado, cálido, denso y lleno de matices merced a las intervenciones individuales. Cabe destacar la intensidad del fraseo de Beatriz González en la primera aparición del tema lírico en el violonchelo, tema recurrente que fue pasando por la calidez del sonido de la viola de Ana García y por el violín (al que le falto un poco más de brillo e intensidad) de Inés Montero. A pesar de que debe ser difícil cuando se aborda este pieza, el grupo supo contener la emotividad en el fraseo para optar por graduar la dinámicas con carácter expresivo. A este respecto fue sensacional la manera de graduar el sonido por debajo del piano en las últimas frases, en un morendo que nunca como aquí tuvo más sentido.

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