Lila Downs: brillo y nostalgia 'mixteca'
La mexicana ofrece un vibrante recital en el ciclo 'El verano de Malandar'.
Luis Guzmán, el joven bajista de la espléndida banda de Lila Downs (vientos, acordeones, guitarra, bajo y percusiones para acompañar de modo infalible a la voz portentosa y rica en matices de la cantante de Oaxaca), nos contaba tras su actuación del pasado miércoles, sin asomo de queja, que aquel fue el auditorio más breve en la historia del grupo. El público (con los músicos) agradeció la proximidad que propiciaba el escenario -y hasta hubo amigas que compartieron con ella complicidades, el don de un abanico, de una cerveza tras el concierto-, pero a todas luces la calidad de su música y aquella voz (de ésas que en su brillante singularidad cifran además toda una tradición) sobrepasaban el destartalado escenario y volaron muy por encima de aquella vulgar terraza de la Cartuja.
Lució al completo su último disco hasta la fecha, Balas y chocolate (Sony, 2015). En el espectáculo nada sobra: la artista conjuga con orgullo y risueña humildad los mantos y abalorios y sombreros con las vertientes de la rica tradición musical mexicana, la voz educada y la pasión, la celebración de la vida teñida de elegante melancolía y el coqueteo con la fiel amiga muerte (Viene la muerte echando rasero, Son de difuntos), la fina sátira (La burra) y el homenaje. El escenario es lugar para cantar al amor liberador ("donde no haya justicia ni ley, / no más nuestro amor") y para comprometerse con rotundidad y sin aspavientos (una pancarta entre el público recuerda a los estudiantes desaparecidos en su patria y Lila lamenta: "Sí, faltan 43"). La voz sabia no se agota en una reivindicación de las raíces culturales, o mejor dicho: ésta comporta el compromiso con la independencia (de ahí el grito: Zapata se queda), con la justicia social, con los derechos de las mujeres, con la lucha de los desposeídos y el recuerdo imperecedero de los aniquilados.
El concierto, que ha recorrido el país desde los acordeones fronterizos (ay, Flaco) a las rancheras de José Alfredo Jiménez y el desgarro de Chavela, de la cumbia al huapango, se cierra con la generosa mención a todos -todos- los colaboradores. Queda en las miradas el brillo nostálgico de la canción mixteca.
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