"Para un periodista lo mejor es ser huérfano, decepcionar a todos"

Manuel Jabois | Periodista y escritor

La estrella del joven columnismo español publica su primera novela, 'Malaherba', una historia de niños que se inician en las amargas verdades del mundo adulto ambientada en Pontevedra

Manuel Jabois (Sanxenxo, Pontevedra, 1978), este miércoles después de la entrevista en un céntrico hotel de Sevilla.
Manuel Jabois (Sanxenxo, Pontevedra, 1978), este miércoles después de la entrevista en un céntrico hotel de Sevilla. / Belén Vargas
Francisco Camero

11 de septiembre 2019 - 21:30

En su primera novela tras la colección de artículos Irse a Madrid (el sensacional libro que lo llevó, en efecto, al lugar donde oficialmente va la gente a triunfar), la profesión de fe madridista de Grupo Salvaje, las breves memorias Manu y el extenso reportaje sobre el 11-M Nos vemos en esta vida o en la otra, Manuel Jabois regresa al territorio de la infancia para constatar que en los 80 pasaban un montón de cosas normales que ya no lo son y muchas otras que jamás, porque así es la vida, dejarán de ser extrañas.

Cuenta en este libro el periodista y escritor gallego la historia de un chaval sensible y observador, tirando a rarito y solitario, que conoce a un espíritu afín, un niño recién llegado a su bloque con el que experimentará una conexión eufórica y desconcertante, difícil de ubicar en ese espectro que hay entre la amistad y el amor y que sólo los adultos fingen tener exacta y nítidamente graduado. Divertida y tierna, amarga y conmovedora, Malaherba (Alfaguara) podría definirse como la tentativa del autor de escribir su particular bildungsroman, de no ser porque todo esto sucede en Pontevedra y pudiendo decir que trata de la felicidad y el miedo de las primeras veces y de la temprana intuición del dolor, la maldad ajena y la muerte, no hay necesidad de tanta jerga con prestigio.

–¿Qué tienen las historias de iniciación en las amargas verdades de la vida adulta que no dejan de leerse ni de escribirse?

–Supongo que hay un componente de nostalgia: nos gusta recordarnos a nosotros mismos a través de los demás. Muchas veces tu forma de llegar a las emociones más primarias te condiciona el futuro. La relación con el sexo, con la muerte, con la enfermedad, las nociones de lealtad o enemistad... A mí me condicionó mucho mi llegada al sexo, las primeras veces en ese ámbito, y también el primer momento en que fui consciente de la existencia de la droga en mi entorno en aquella época. O ese momento, aunque parezca absurdo porque por supuesto ya los estabas queriendo todo el rato, en el que eres plenamente consciente de que quieres a tus padres. O el profundo miedo que sientes cuando comprendes que no van a estar ahí siempre, que es esa clase de miedo que llega y ya no se va.

–Emplear la voz narrativa de un niño tiene sus riesgos: puede sonar ridículo o, peor aún, falso, impostado. ¿Diría que fue ésta su gran preocupación mientras escribía la novela?

–Uno de los miedos que tenía se me quitó rápido, y era el de ser cursi. Pero es que los niños, en general, dicen cosas muy cursis. Yo escribiendo no lo soy, así que eso dejó de preocuparme. Diría que mi principal miedo fue que no tenía ni puñetera idea de si podría escribir una novela. Yo sé escribir, me dedico a eso, estoy en un mundo, que es el periodístico, en el que fabricamos casi industrialmente los artículos, hasta el punto de que muchas veces, más que publicarlos, nos desembarazamos de ellos. Pero con la novela sabía que estaba pisando un terreno completamente desconocido y el miedo fue muy elemental: el miedo a ser malo, a no valer, porque soy muy inseguro. Mira, ahora me he apuntado a clases de piano, y no me sé ni las notas musicales, pero es que llevo 20 años sin aprender algo ajeno a mi oficio. Supogo que la misma clase de impulso me llevó a escribir una novela.

El periodista y escritor gallego, durante su visita a Sevilla.
El periodista y escritor gallego, durante su visita a Sevilla. / Belén Vargas

–¿Necesitaba demostrarse algo a sí mismo u oxigenarse ante la servidumbre de la actualidad y esa escritura más, como dice usted, de factoría?

–Sí, sí, claro. Y además necesitaba pasar miedo. Porque yo no paso miedo cuando escribo en el periódico, puedo hacer muy malos artículos, porque escribo mucho, joder, y un reportaje me puede salir mal o puede tener un enfoque fallido, y más o menos sé, cuando eso ocurre, que va a ocurrir. Pero yo ya sé que para eso valgo, en mayor o menor medida, pero valgo, porque me quiero poco pero no tan poco, y al final llevo dedicándome a eso 20 años. Pero escribiendo la novela tenía mucho miedo y si las críticas hubieran sido malas lo mismo no volvería a escribir otra. Yo soy de perder el entusiasmo con cierta facilidad y una forma de renovarlo es arriesgarme y meterme cuatro hostias si hacen falta. Sin ese vértigo yo no podría... Y por eso la novela tiene su qué, ¿no? Joder, que va de dos niños de 10 años que, coño, se enamoran y tienen sexo. Cuando despojas la historia de su ternura y sus metáforas, te está hablando de eso.

–No le voy a preguntar cuánto de autobiográfico y cuánto de fabulado hay en la novela porque a fin de cuentas se escriba lo que se escriba todo es autobiográfico y fabulado y eso es lo que me contestaría más o menos, pero sí qué clase de niño era usted en el colegio...

–No me parecía a ninguno de estos dos, ni a Tambu ni a Elvis. Era la clase de niño que cuando el profesor decía ¿quién se sabe esto? no levantaba la mano aunque lo supiera y si acaso la levantaba sólo lo hacía después de que lo hiciera otro. Era un chaval absolutamente mimetizado en el grupo. Nada destacable, en fin. A mí se me dio la orden en casa de pasar desapercibido y traté de cumplirlo.

–Eso viene a decirle a Tambu su padre en la novela: "Ni el primero ni el último en levantar la mano, ni el primero ni el último en entrar y en salir de clase, ni el primero ni el último nunca de niño: ya habrá tiempo".

Aurea mediocritas vendría a ser el término histórico, ¿no? Me vacunaron con eso y, la verdad, me dio una perspectiva estupenda para escribir. Ahora, con la cosa de las columnas, me conoce más gente y eso, que te reconozcan cuando llegas a algún sitio, es pésimo. Lo ideal es estar así [se encoge y esconde la cara detrás de las manos]; vamos, yo la mitad de las cosas que he logrado como periodista ha sido por estar así [repite el gesto]. El otro día se sentó a mi lado en una cafetería de Madrid Esperanza Aguirre y cuando me vio me saludó, se levantó y se fue a otra mesa. Mal. Normal, vamos, no se iba a poner a hablar de sus mierdas delante de un periodista. Pero por eso lo suyo es que fuera como cuando yo era niño: como si no estuviese.

–En la novela no se menciona ni una sola vez la palabra droga, aunque varias veces se intuye entre líneas, en el fuera de campo de lo que se narra. Ahora está la moda del revival ochentero, como si aquellos años hubiesen sido un videoclip non stop con los niños de Stranger Things, pero uno recuerda muchas cosas duras, ásperas y nada cuquis de aquellos años. ¿Quería de algún modo invocar también esa cara perra de los 80?

–¡Joder! Que en mi ciudad para jugar al fútbol había que apartar las jeringuillas con el pie. Y la zona vieja de Pontevedra ahora está rehabilitada, llena de terrazas y llena de niños, pero en los 80 no podías pasar por allí porque te daban el palo, era territorio de yonquis. Y los parques igual, cualquiera iba y los atravesaba de noche... Claro, ahora lo piensas y te entra ternura, la puta nostalgia: coño, cómo éramos. Pero en aquel momento era terrible, lo pasabas como el culo, eras un niño y tenías miedo, normal. Eso está en la novela, sí. En un pasaje se dice que papá tenía unas jeringuillas para quitarle el dolor porque tenía no sé qué... Muchas veces ya sabes pero tienes que fingir que no sabes para poder seguir siendo niño, porque en cuanto dejas de fingir que no sabes te meten en la vida adulta a hostias.

Manuel Jabois, tras la charla con este periódico.
Manuel Jabois, tras la charla con este periódico. / Belén Vargas

–Como niño criado en los 80 que fue, sabe que en aquella época se decían y se hacían cosas que hoy darían para varios días ininterrumpidos de hogueras ardiendo en las plazas públicas o para que Twitter explotara para siempre. Parece que empieza a ser habitual, casi un latiguillo, decir eso de que en los 80 se respiraba más libertad que ahora. ¿Usted qué piensa?

–Joder, pues depende de qué tipo de libertad. Porque en mi colegio la libertad, por ejemplo, era encerrar en el ropero a las niñas que con 11 o 12 estaban más desarrolladas y meterles mano, y era algo casi sistemático. Por ejemplo, vamos. Yo soy de los que creen que el mundo, con sus altibajos, siempre va a mejor. Es verdad que cuando se produce una contrarreforma, por decirlo así, puede haber excesos. Y yo entiendo que en la corrección política hay muchos excesos, pero no me parece justo denunciar esos excesos sin ser conscientes de lo que ocurría antes. Yo no he conocido en todos mis años de colegio a un niño homosexual y, joder, los habría a decenas, ¿no? Igual que le pegaban al gordo sólo porque era gordo; en mi clase había uno al que tenían tan quemado que ni se atrevía a sacar buenas notas. Tengo unos amigos con un hijo trans, se veía desde pequeñito, y tiene la suerte de que en el colegio lo cuidan mucho, pero en los 80, en Campolongo [un barrio pontevedrés], ese mismo niño seguramente habría acabado en el río, y no porque fuésemos entonces unos psicópatas sino porque ese rechazo al diferente se inocula: por los padres, por comentarios en la tele... Podemos criticar todo lo que queramos la corrección política, pero en una sociedad avanzada ciertas cosas no ocurren, y si ocurren, son noticia. Y menos mal que es así.

–¿Usted es aliado o cipotudo?

–A mí me han tachado ya de todo y por otro lado ni siquiera sé si esos dos términos son incompatibles, fíjate. A mí no me gusta ninguna etiqueta, no me considero nada salvo un periodista que intenta hacer su trabajo lo mejor posible, y como etiqueta no reconozco como propia e inobjetable más que la de madridista, es la única que asumo con orgullo. Como periodista creo que lo mejor es ser huérfano, decepcionar a todos en general, sobre todo si es a través de la opinión, ya no tanto de las crónicas o los reportajes, es un lujo. Y mira que no me puedo quejar, porque siendo lo que son las redes sociales, a mí se me mima mucho.

–¿Ser Manuel-Jabois-estrella-del-rock-del-columnismo-español es un trabajo extra?

–No, entre otros motivos porque ese trabajo lo han hecho los demás. Etiquetarte como feminista, cipotudo o estrella del rock es algo que hacen los demás. Yo no cultivo nada de eso. Cuando tenía veintipico años y al principio de los 30, sí, mira, en mis artículos pues claro que escribía de bares, amigos y tías, ese tipo de historias, las cuatro gamberradas. Pero a veces parecía que yo, a mis 20 años, era la única persona que estaba de bares, y yo pensaba: ah, ¿pero es que no estábamos todos? Mira, yo soy un tío inseguro, supertímido y vergonzoso que necesita tomarse una caña contigo en vez de un café para hablar con más soltura. Y también pienso que el reconocimiento que pueda tener ahora es una cuestión de suerte, porque conozco a mucha gente que escribe mejor que yo pero está en una peor situación. El hecho de saber eso me ayuda a asumir que este juego es caduco y por eso mismo tengo que disfrutarlo porque en algún momento se va a acabar. En cualquier caso yo estoy muy tranquilo con una cosa: no soy famoso per se. De hecho evito la televisión, me han llamado y me siguen llamando, y he estado a veces, he probado, pero no me gusta; en la radio es te he escuchado y has dicho no sé qué, en la prensa es te he leído y has escrito no sé qué, pero en la tele sales y ya está: sales. Te vi el otro día. Y qué decía. Ah, ni puta idea, pero ibas con una camisa así chula... Paso de todo eso. Y sinceramente no entiendo lo de la estrella del rock. Voy a tener que cortarme el pelo, porque yo creo que todo es por eso, de verdad.

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