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Oasis de impunidad | Crítica de teatro

El ser humano como objeto

Una madre llora desesperada ante el féretro vacío de su hijo desaparecido.

Una madre llora desesperada ante el féretro vacío de su hijo desaparecido. / Gianmarco Bresadola

Entre La dictadura de lo cool, el espectáculo que vimos en Sevilla en marzo de 2019 y este Oasis de la impunidad, estrenado este mismo año en Berlín, han pasado muchísimas cosas.

En Chile, sede de La Re-sentida y de su director artístico Marco Layera, la revuelta social de octubre de 2019 fue salvajemente reprimida en aras del orden y la democracia. Y meses más tarde, en todo el mundo, la pandemia propició un discurso del miedo que cercenó numerosos derechos en aras de la seguridad.

Con este hartazgo de discursos demagógicos, no es extraño que incluso un chileno como Layera, a la hora de proponer una reflexión sobre la violencia, decidiera abandonar su teatro eminentemente textual para elaborar una dramaturgia basada en el cuerpo.

Con tan solo ocho intérpretes –y un invitado-, en Oasis de la impunidad aparecen dos personajes claramente definidos: el de los cuerpos de seguridad (policías y militares) y el de la sociedad civil.

El primero está compuesto por individuos que también son despojados de su libertad al vestir el uniforme. Estupenda en ese sentido es la escena de muestra una especie de jura de bandera, con individuos en fila, desnudos, besando en la boca al dirigente.

Una vez uniformados, sin diferencia de género -en unas escenas con un bañador de lentejuelas y en otras con un uniforme de colegiala- y con unas orejas puntiagudas como las de los personajes de El señor de los anillos, sus integrantes se mueven como autómatas, con una coreografía que mantienen de principio a fin, hecha de movimientos convulsos que nos remiten al cine de terror (desde Nosferatu), al de ciencia ficción (de El planeta de los simios a la trilogía del Hobbbit) o incluso al mundo de los vídeo juegos.

Una estética desconcertante, aunque no exenta de imágenes hermosas y espectaculares, que según Layera está atrayendo a muchísimos jóvenes al teatro.

Este extraño grupo contrasta con el de los civiles: cuerpos desnudos, humillados, golpeados, tratados como puros objetos de juego para unos represores que, curiosamente, no demuestran intención alguna en sus acciones. Entre ellos, no faltan los desaparecidos ni una madre, de negro, que se aferra desesperada al ataúd vacío de su hijo antes de ser igualmente reprimida.

Al final, tras el discurso autoritario con el que un político, dentro de una vitrina, justifica los hechos como necesarios, una escena carnavalesca -en línea con las canciones que suenan durante toda la obra- que nadie logra interrumpir, nos deja inmersos en una desesperanza total. Y ello sin entrar en la manipulación de los dirigentes, objeto también ellos de otras fuerzas económicas y de poder supranacionales.

Hay que decir, sin embargo, que el contraste entre los dos lenguajes, el naturalista de los cuerpos civiles y el fantástico y alegórico de las fuerzas del orden acaba produciendo, amén del buscado distanciamiento, un efecto artificioso que resta en vez de sumar.

En cualquier caso, la factura del espectáculo es impecable y el trabajo coreográfico de los actores y actrices de La Re-sentida, realmente extraordinario.

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