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Orquesta Barroca de Sevilla | Crítica

Un napolitano en México

La OBS interpretó música de Ignacio Jerusalem en el Espacio Turina

La OBS interpretó música de Ignacio Jerusalem en el Espacio Turina / Luis Ollero

Durante años, y a través del programa Atalaya de la Junta de Andalucía y las Universidades andaluzas, la OBS trabajó en el rescate de repertorio oculto en archivos andaluces. Esta vez han cogido al vuelo a Ignacio Jerusalem, un compositor nacido en Lecce, formado en una familia musical vinculada a Nápoles y que pasó por Cádiz unos años como violinista antes de acabar en Nueva España, convertido en maestro de capilla de la Catedral Metropolitana de Ciudad de México.

Aunque no se trata de un compositor popular, Ignacio Jerusalem no es ni mucho menos un músico desconocido para los buenos aficionados, pues alguna música suya circula en grabaciones desde hace décadas. El interés de esta cita era hacerse eco del trabajo reciente de edición de muchas de sus obras que los musicólogos Drew Edward Davies (de la Universidad de Chicago) y Javier Marín López (Universidad de Jaén) llevan haciendo años. Se reunían un par de piezas litúrgicas latinas, cinco piezas paralitúrgicas en castellano, una especie de breve cantata también en español y una sinfonía instrumental, que tiene toda la pinta de haber servido de obertura de una obra teatral, aunque su duración (más de 10 minutos) supera con mucho a las sinfonias avanti l'opera que solían emplear los músicos italianos en la primera mitad del XVIII.

La música de Jerusalem se apoya en las tendencias galantes de la música europea que conoció en su juventud, con un predominio de la melodía, un énfasis notable sobre la ornamentación y cierta liberación de la disonancia, que juega su papel ocasional aunque eficazmente en apuntalar la retórica de algún vocablo. Pero en su música hay también elementos originales, como el tratamiento de los instrumentos solistas cuando aparecen como obligati. Parece que su trabajo como violinista cercano a la música teatral marcó de algún modo al compositor, que jugaba a crear auténticos diálogos cruzados entre voces e instrumentos Así, Qué dolor, qué desconsuelo acaba convertido en una especie de dúo para soprano y traverso y Ecce enim veritatem, un verso del Miserere, en un trío para violín, violonchelo piccolo y soprano.

La OBS confió este programa a Alfonso Sebastián, un músico que ha sabido exprimir en los últimos años el flanco más dramático del conjunto. Es cierto que en la Sinfonía no había mucho drama que exprimir, pues se trata de una obra de notable ligereza, pero el primer movimiento sonó, pese al magro equipo empleado (dos violines, viola y continuo) con una energía que da fe de vida del grupo. Lástima que el sonido escaso y los abundantes chirridos del concertino escogido para la ocasión, el canario Adrián Linares, redujera su impacto y causara cierto asombro, pues no recuerdo nunca a la OBS comandada desde el primer violín por un instrumentista con un sonido tan estridente, que prácticamente no cuadró en toda la noche con el del resto del grupo. En cualquier caso también tuvo algunos momentos más lucidos, como en Mi Dios, mi bien, un estupendo dúo para el Santísimo que, abriendo la segunda parte, fue posiblemente el momento más brillante de todo el recital.

Al éxito de la propuesta contribuyeron vigorosamente las dos solistas, sin duda dos de las mejores voces del actual barroco español. Olalla Alemán tiene una hermosísima voz de muy apreciable densidad, oscura, muy homogénea, limpia, honda, sin mácula alguna, capaz de agilidades brillantísimas y con graves sólidos. Sorprende Lucía Caihuela, porque tras una cierta apariencia de fragilidad, su voz, aunque no tan poderosa en volumen como la de Alemán, es también la de una lírica ancha, rica en armónicos, de una pasta tímbrica igualmente oscura, con bellas resonancias plateadas. Se anunció que pasaba por un proceso de faringitis, pero no aprecié ningún menoscabo en sus medios. Ambas hicieron los dúos con una compenetración magnífica (la Lamentación, por ejemplo, arranca al unísono, y lo clavaron) y cantaron sus solos con un uso justo, sin exageraciones, de los recursos ornamentales

A su lado, cabe apuntar también el sonido firme y sin tacha de los dos trompistas (Ovidi Calpe y Vicent Serra), que no recuerdo haber visto nunca antes con la OBS y me sorprendieron por la aparente facilidad con que salvaron sus partes, no siempre cómodas. Estupenda estuvo igualmente Mercedes Ruiz en su virtuosístico diálogo del verso de Miserere con el violín de Linares (irregular también ahí) y la voz de Alemán. Tras Si aleve fortuna, un aria de naturaleza guerrera en interpretación no del todo cuadrada, Rafael Ruibérriz de Torres puso la dulzura en su diálogo con Caihuela de Qué dolor, qué desconsuelo, un aria da capo cuyo único problema es que las repeticiones la extienden en duración más allá de lo que la esencia de su música da. Desde el continuo, Alejandro Casal, la propia Mercedes Ruiz y Ventura Rico crearon el fondo más dramático imaginable para una música que mira insistente al teatro desde el templo.

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