Orquesta de Cámara Mahler | Crítica

La seda y el bisturí

La Mahler Chamber Orchestra con Daniele Gatti en el Maestranza

La Mahler Chamber Orchestra con Daniele Gatti en el Maestranza / Guillermo Mendo

Hubo un tiempo, hace no demasiado, en que en el Teatro de la Maestranza se desarrollaba un ciclo de orquestas por el que pasaron algunos de los más grandes conjuntos y directores del mundo. Coincidió con que en el hoy Espacio Turina (entonces Centro Cultural El Monte y luego Cajasol) se celebraba un ciclo de música de cámara repleto también de grandes figuras internacionales. Y las salas se llenaban (o casi). Hoy, el Turina tiene una programación soberbia, pero a los extraordinarios prodigios del lied o del cuarteto de cuerda que lo visitan los escuchan no más de sesenta o setenta personas. Javier Menéndez ha querido recuperar este año para el Maestranza el ciclo de orquestas, empezando con uno de los más prestigiosos directores de nuestros días, Daniele Gatti (Milán, 1961) y una orquesta de postín, la Mahler Chamber, y el aspecto del teatro era sencillamente desolador. El asunto del público es complejo (y no afecta sólo a Sevilla), pero exige pensar sobre él, y actuar. Quizás cuando terminen de contar los millones que han dejado en la hostelería local los Grammy Latinos (bienvenidos sean, que nadie me malinterprete) nuestros próceres decidan proponer algo como un plan de actuación, aunque sólo sea contar para su gestión con gente que entienda un poco de qué va esto de la música llamada clásica y que conozca la ciudad y a sus aficionados. Soy pesimista.

La Mahler Chamber Orchestra es una orquesta independiente, autogestionada, que acaba de cumplir 25 años y funciona con distintos tipos de formato. A Sevilla llegó en una gira por España (el día antes estuvo en Barcelona y ahora viaja a Valencia) en formato medio (en torno a 50 músicos) para proponer un programa de perfume intensamente clásico, ya que una obra no demasiado interpretada de Haydn se ofreció entre dos piezas del siglo XX de indiscutible aire neoclásico. Lo primero que llamó la atención fue la colocación del conjunto, con violonchelos intercambiados por los violines II en las disposiciones más convencionales y, lo que resultaba más extraño, los contrabajos a la izquierda del espectador, es decir, tras los violines I, y los timbales a la derecha, detrás de las violas y los violines II, dejando la parte de atrás para los metales. Hay muchas teorías al respecto de la mejor colocación de los instrumentistas de una orquesta en función del repertorio, aunque en principio enfrentar las dos secciones de violines suele enfatizar el dramatismo de los pasajes contrapuntísticos (y por eso es habitual en el Barroco), y el disponer de instrumentos bajos en el centro parece favorecer la amalgama y el empaste de la cuerda. Aunque esto es sólo la teoría. Luego son los propios músicos quienes, con la ayuda del director, construyen el sonido de su orquesta.

El sonido que Gatti extrajo de la Mahler Chamber resultó de una combinación extraordinaria entre delicadeza, precisión e incisividad. El empaste de una cuerda de seda y unos vientos (incluidos los metales) que cantan sin levantar nunca la voz predispone al conjunto para los más contrastados matices de expresión, en los que el director milanés no ahorró el cortante filo del bisturí cuando hacía falta. En este sentido, la Sinfonía Clásica de Prokófiev resultó un prodigio (en mi opinión, lo mejor del concierto). Bastó el primer compás del Allegro inicial, que Prokófiev divide dinámicamente: la primera mitad en fortissimo (ff); la segunda, piano (p). La MCO entró como un cañón, pero rápidamente adaptó su sonido a los requerimientos de la partitura, con ese toque leggiero que el compositor pide a la cuerda, y así siguió durante todo el movimiento, con un fraseo de extrema flexibilidad, que en el segundo tema se convirtió en un aleteo rítmico pleno de vitalidad que se hacía exuberante cada vez que volvía a estallar impetuosa la cédula melódica del primer tema. El Larghetto resultó de una delicadeza por completo inefable, con una cuerda capaz de tocar en pianissimo con una presencia y una precisión milimétricas (así se disolvió la música en un final mágico) y unas maderas puntuando con notas de color un fraseo cuajado de detalles en las progresiones dinámicas. La Gavota fue posiblemente el momento en el que Gatti mostró más su personalidad, al disponer unos acentos de gran incisividad y un rubato muy marcado, con retenciones expresivas, y la contrastante y breve parte central convertida casi en una marcha para banda un punto cómica. La repetición del tema A acabó en un diminuendo de cortar el aliento. El Final fue otra vez la mezcla entre la exuberante vitalidad y la elegancia: ese tema que empieza exponiendo la flauta (parecía flotar sobre el resto de la orquesta) y luego desarrollan los violines y van adoptando el resto de maderas acabó convertido en el centro musical y emotivo de la obra, como la luz que estuviera esperando agazapada en medio del misterioso desarrollo de la trama de la obra.

Un arranque de este impacto artístico condiciona el resto del concierto. Para Haydn, Gatti redujo algo la cuerda (quedó en 7/6/5/3/2), que siguió sonando por completo aterciopelada y precisa, aunque ahora la propia música favorecía los juegos antifonales entre las dos secciones de violín, que no siempre me parecieron igual de aprovechados. Entre los cuatro solistas, la parte dominante es la del violín (sobre todo en el movimiento final), que asumió el concertino del conjunto, un Matthew Truscott de sonido muy lírico y ágil en las notables figuraciones que Haydn coloca en el registro más agudo del instrumento. El diálogo entre los cuatro solistas se hizo auténticamente camerístico en el Andante central, un movimiento de entraña puramente pastoral (hasta la tonalidad, fa mayor, está marcando el camino) que sonó con una serenidad capaz de causar esa sensación de tiempo detenido que guarda mucho tiempo la memoria de cualquier aficionado. El tutti con que se abre el movimiento final volvió a mostrar el extraordinario trabajo que hace el conjunto para clarificar las líneas desde el equilibrio entre las secciones.

Tras el descanso esperaba una obra no demasiado programada y no fácil para el público, la Sinfonía en do de Stravinski, una partitura formal y tímbricamente por completo clásica, pero de melodías más severas que gráciles. En el primer movimiento Gatti contrastó bien los dos temas (el primero, cantable; el segundo, rítmico) con impetuosos acentos y unos perfiles bien cincelados tanto dinámicamente (los mayores contrastes de la noche) como en el espectro tímbrico de los vientos, elegantes maderas (formidable el fagot) y contundentes trompas y trompetas, aunque siempre bien empastadas, sin la menor estridencia. El Larghetto concertante fue en mi opinión el mejor conseguido de la obra: la línea del oboe destacó elegantísima sobre un fondo de una tersura extraordinaria, que pareció romperse en el episodio central, algo dislocado rítmicamente, que Gatti trató con un tono indisimuladamente grotesco. En el Allegretto el director milanés sacó el bisturí y el cañón al mismo tiempo, uniendo acentos precisos e incisivos con tuttis en los que por una vez la claridad de las secciones pasó a segundo plano en privilegio de la masa. Fue en el final de la obra, con esos metales doblando a la cuerda asordinada en un auténtico coral de prestancia litúrgica donde la orquesta volvió a mostrar con absoluta eficacia sus virtudes más llamativas: la precisión, delicadeza, empaste y definición del sonido.

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