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Patricia Guerrero | Crítica

El viaje a ninguna parte

Patricia Guerrero en el Maestranza / Juan Carlos Muñoz

Es un espectáculo sombrío. La luz, pulcra y escasa, torna la escena espectral. Pero no hablo de la luz. No solo. Se puede interpretar la propuesta como una reflexión bailada, tocada y cantada, sobre la velocidad. Se trata de una carrera sin fin. Los bailaores a veces son soldados, otras marionetas, otras muñecos de feria. Deambulan y corren a toda velocidad, y no saben dónde van. Son máquinas. Máquinas que exhalan, que exudan. ¿Máquinas que sufren?

No se sabe. No hay emoción en la escena, salvo en algún pasaje en donde el personaje, desbordado, nos recuerda al Chaplin de Tiempos modernos, preso en el engranaje de la gran máquina. ¿Qué máquina es esta? Creo haber escuchado que se trata de una obra sobre el baile. Pero da igual de que se trate, porque se puede extrapolar a toda la máquina contemporánea. La obra es un frenesí. Muy física. Profundiza en el dinamismo de los estilos más rítmicos, tangos, tanguillos, bulerías, etc. Especialmente, el tanguillo es en esta obra un paradigma. Un frenesí sin solución de continuidad. No hay espacio para el lirismo, para la respiración. Para la pena o la alegría. Ni en los tangos, que estilizan hasta la parodia la coreografía tradicional. Ni en el mano a mano entre Guerrero y Dani de Morón. De ahí lo sombrío de la propuesta ya que no ofrece un desenlace, una solución. El final conecta con el principio y esto es un no parar.

El trabajo físico de los intérpretes es brutal. De percusión, por supuesto, que no cesa en toda la propuesta. Pero también de expresión corporal. Y no solo de los bailaores. Ya sabemos que la guitarra de Dani de Morón es muscular en grado sumo, de ahí que su trabajo, tanto el de interpretación como el de composición, se adecúe a la perfección a la intérprete, a la obra.

Con esos pasajes épicos, plenos de riffs brillantes, tan característicos del guitarrista. También Agustín Diassera es un músico versátil y muy físico, que subraya el dinamismo de la obra. Amparo Langares canta los pasajes más oníricos y de nuevo creación y Sergio Gómez El Colorao, mayormente, letras y melodías de la tradición que se presentan aquí pulidas, estilizadas, plenas de color, como las propias coreografías.

Cada uno de los bailaores es un solista y, dentro de una coreografía que tiende a lo maquinal, como digo, poseen personalidades muy marcadas, desde los puros atributos físicos hasta los estilos de interpretación, como se vio en los pasos a dos y en los momentos de lucidez individual.

La coreografía estiliza la tradición hasta llevarla a niveles de expresión que conectan con la sensibilidad actual, muy eléctrica, maquinal, cibernética, con guiños al folclore. No falta, como no puede ser de otra manera en la escena flamenca actual, algún elemento de ingenio como los bastones pegados a la cabeza o los sombreros-caretas. En ocasiones, las carreras sobre la escena me hacían recordar la historia del hombre que corre sin parar y alguien le pregunta: "¿porqué corres?", "voy en busca de la felicidad" contesta el corredor. "Es imposible que así logres alcanzarla puesto que viene detrás de ti".

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