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Piano Trío Tres M | Crítica

Elegías del alma rusa

Managadze, Milman y Montero, Piano trío Tres M en el Espacio Turina.

Managadze, Milman y Montero, Piano trío Tres M en el Espacio Turina. / P.J.V.

Yuri Managadze nació en Moscú y es violinista de la ROSS desde la fecha de fundación de la orquesta, es decir, desde hace casi treinta y dos años. Mikhail Milman también es moscovita y tiene una brillante trayectoria detrás, que incluye el haber sido miembro del mítico Cuarteto Borodin. Ambos habían colaborado ya en algún proyecto local anterior. Esta vez se reunieron con el pianista sevillano Francisco Montero para afrontar un repertorio puramente ruso y de carácter elegíaco, muy oportuno cuando braman las armas en Ucrania, a cuyas víctimas dedicó su actuación Managadze justo en el intermedio del recital.

El programa era ruso, era elegíaco, pero, lo más importante, era con dos obras absolutamente extraordinarias, dos de los tríos con piano más justamente celebrados del repertorio. En el inicio de la sorprendente obra chaikovskiana (sorprendente por su extraña forma, su carácter concertante y su espíritu contrastante) el conjunto tardó un poco en lograr un correcto equilibrio: Managadze pareció un poco por detrás, sin conseguir la definición más precisa de su sonido (lo que es un crimen en la escuela rusa de cuerda), refugiándose en un vibrato que empezó pareciendo demasiado grueso. En cualquier caso, Montero se hizo pronto con las riendas en una obra que es verdaderamente agotadora para el pianista, casi como si fuera un concierto con orquesta, dejando desde el arranque una impresión por completo deslumbrante de pianista sobrado técnicamente y muy agudo musicalmente, tanto en el manejo de la rítmica como en las dinámicas y, muy especialmente, en la variedad de ataques y de maneras de articulación del sonido. Fue él quien condujo la interpretación de la obra. Si Milman encontró enseguida el tono profundo de su instrumento y la línea ideal de acompañar al soberbio teclista, a Managadze, ya decía, le costó un poco más, y sólo acabó reuniéndose realmente con sus compañeros en el segundo movimiento, unas complejas variaciones que parecen retratar a Nikolái Rubinstein, el pianista al que, recién fallecido, Chaikovski dedicó su Trío. Al final, la vuelta del luctuoso motivo de arranque de la obra, le da al conjunto no sólo un carácter cíclico, sino que enfatiza su sentido de homenaje fúnebre, y en el apagamiento lento de la música, el trío logró la comunión perfecta.

Más redonda resultó la interpretación del Trío nº2 de Shostakóvich, desde su escalofriante arranque, con el violonchelo tocando armónicos en su registro agudo mientras el violín le responde desde el grave. El equilibrio se consiguió desde ese principio, en dinámicas muy leves, como las del Largo, en el que Milman impuso su bello y  hondo sonido, pero los mayores aciertos estuvieron en los tiempos pares, en los que Shostakóvich combina la tensión armónica (¡bien marcadas todas las disonancias del Scherzo!) con la expresión grotesca. Magnífico el crescendo del movimiento final, auténtica danza macabra, hasta el coral, otra vez en piano, con que la obra acaba recordándonos su trasfondo elegíaco e incluso litúrgico.

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