Historia

Los Románov: la familia con la que murió un imperio

  • Un libro editado por Páginas de Espuma reconstruye el cautiverio y los últimos días del zar Nicolás II y sus allegados, de cuya ejecución se cumple en estos días el centenario

Nicolás II y Alejandra Fiódorovna, con sus hijos.

Nicolás II y Alejandra Fiódorovna, con sus hijos.

“Hace mucho calor. En el desván donde están nuestros cofres, siempre abren cajas, sacan cosas y comida traída de Tobolsk. Y eso sin explicar nada. ¡Todo eso nos hace pensar que muchas cosas pueden ser llevadas o desaparecer! ¡Qué repugnante! La relación con los guardias también ha cambiado en las últimas semanas: ¡los carceleros intentan no hablar con nosotros como si sintieran algo de preocupación o precaución! ¡No entiendo nada!”, escribía Nicolás II unas semanas antes de su ejecución y la de los miembros de su familia y su séquito, un suceso que ocurriría la noche entre el 16 y el 17 de julio de 1918 y del que se cumple en estos días el centenario. Románov. Crónica de un final: 1917-1918, un volumen publicado por la editorial Páginas de Espuma, reconstruye “en primera persona” y “a modo de novela epistolar”, con fragmentos de diarios, cartas, telegramas y documentos oficiales, la odisea del zar y sus allegados en los cautiverios que sufrieron entre 1917 y 1918, en Tsárskoye Seló, Tobolsk y Ekaterimburgo, antes del sangriento desenlace que sus protagonistas nunca intuyeron.

“Hay un detalle curioso en los textos y es que ni el zar ni la zarina manifiestan en ningún momento tener miedo de que vayan a matarlos, como si esa posibilidad no existiera para ellos”, señala el editor Juan Casamayor, orgulloso de un libro que “no existía previamente, ni siquiera en ruso” y cuya elaboración ha supuesto “una aventura apasionante”. Una obra en la que la correspondencia y los diferentes escritos, traducidos por Tatiana Shvaliova en colaboración con Ezra Alcázar, invitan al lector a adentrarse en la dolorosa intimidad de los Románov y en la historia de un hombre, Nicolás II, que pasó de heredar un imperio gobernado durante 300 años por integrantes de su linaje a asistir a la debacle de su país y a abdicar presionado por la Revolución de febrero.

“Qué maravilloso pudo haber sido su reinado si hubiera podido entender las demandas del tiempo”, anota en su diario, sobre el gobernante, Elizaveta Naríshkina, duquesa que estuvo arrestada también en Ysárskoye Seló. Y, efectivamente, suscribe Casamayor, Nicolás II “no supo leer las particularidades de su época”. En parte porque accedió al trono muy joven, con un carácter introvertido que no parecía el más idóneo para su cargo, tras la repentina muerte de su padre, Alejandro III; también porque en su historia, prosigue el editor, jugó cierto papel “la mala suerte”: el día de la coronación, miles de personas que celebraban el acontecimiento en el campo de Jodynka murieron aplastadas en una estampida, y tras la tragedia los zares tomaron la desafortunada decisión de acudir esa noche a un baile a la embajada francesa.

De episodios como ése le perseguiría a Nicolás II la etiqueta de Nicolás el Cruento, aunque los testimonios recogidos en el libro apuntan en otra dirección y muestran a un tipo afable, falto de ambiciones e interesado en la vida doméstica. “Todos los que conocían al zar en su condición de prisionero admitían que Nicolás II siempre estaba de buen humor y disfrutaba de su nuevo modo de vida. Cortaba leña y la apilaba en el parque. Trabajaba en el jardín, paseaba en lancha y jugaba con sus hijos”, recordaba Kerenski, primer ministro del Gobierno provisional instaurado tras la Revolución de febrero.

Distinto era el temperamento de Alejandra Fiódorovna, su esposa, férrea defensora de que se debía gobernar con “mano poderosa”. “Tienen que aprender a temerte, no es suficiente el amor”, recomendaba a su marido antes de su abdicación. “¡Incluso un hijo que adora a su padre debe tener miedo de hacerlo enfadar, decepcionarlo o desobedecerlo! Hay que jugar con las riendas: soltarlas, ajustarlas, que siempre se sienta una mano poderosa”, sostiene la zarina, que en sus cartas sigue exhibiendo su devoción por Rasputin pese a que éste ya ha muerto. “Nuestro querido amigo también ruega por ti en el otro mundo”, dice a su esposo en una de sus misivas.

La preocupación por el pequeño Alekséi, que padecía hemofilia, la epidemia de sarampión que contagió a las hijas o la progresiva pérdida de privilegios de los antiguos gobernantes en su cautiverio son algunos de los asuntos cotidianos que se narran en esta crónica colectiva, y a la que prestan su voz personajes como el profesor de francés Pierre Gilliard, que en sus memorias describe una escena ciertamente conmovedora, cuando informa a Alékséi de que su padre ha abdicado y el niño, con “modestia”, no reivindica su derecho a heredar el trono. Gilliard se salvaría del destino de los Románov: los bolcheviques no le permitirían instalarse en Ekaterimburgo.

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