Romeo y Julieta | Crítica de Teatro

Un mundo con sólo dos caras

Una imagen de la joven pareja protagonista del drama shakesperiano.

Una imagen de la joven pareja protagonista del drama shakesperiano. / Luis Castilla

Fiel a su objetivo de intentar hacer llegar a un público mayoritario la obra de los grandes autores de la literatura universal, el Teatro Clásico de Sevilla estrenaba el pasado jueves, en un Lope de Vega repleto de amigos y admiradores, su última gran producción: Romeo y Julieta. Un título que, a pesar de su popularidad, no se prodiga demasiado en los escenarios españoles, entre otras cosas porque un Shakespeare es siempre complejo y supone un reto extremadamente difícil de afrontar.

Escrita en la última década del siglo XVI, ha sido el cine, con sus primeros planos, el que ha logrado ofrecer las mejores versiones de la pieza ya que las limitaciones del espacio escénico obligan a tomar decisiones a veces muy reductoras a pesar de su eficacia estética y funcional. Como la de colocar un muro gigante como eje espacial de la propuesta. Un muro que elimina forzosamente la profundidad del escenario y que, por tener únicamente dos caras, no logra, por mucho que los actores lo hagan girar una y otra y otra vez, reflejar el mundo siempre en movimiento de Shakesperare. Un mundo absolutamente poliédrico, como lo es el real, que combina el exterior con el interior, las relaciones entre las personas con unas reflexiones íntimas que, como decía Peter Brook, deben mostrar hasta las vibraciones del cerebro de los personajes.

Con la magnífica factura que caracteriza a la compañía, su director, Alfonso Zurro, ha planteado el montaje de forma binaria, ciñéndose al conflicto entre el amor de los jóvenes y el odio que lo obstaculiza y, según el programa de mano, poniendo el énfasis en este último.

A un lado y otro del muro, el director presenta a los personajes en dos tríos muy equilibrados: uno masculino –el más dinámico- con los tres amigos Montesco (Romeo, Benvolio y Mercucio) y otro femenino, formado por Julieta, su madre y el Ama. En medio, Fray Lorenzo asume la tarea de comunicar la nada despreciable carga didáctica de la pieza.

Los intérpretes realizan un buen trabajo, especialmente Rebeca Torres en el papel de la señora Capuleto. Por su parte, la joven Lara Grados dibuja a Julieta con una ligereza que la acerca sin duda a las jóvenes actuales, aunque a costa de dejar por el camino esa densidad, esa carga de profundidad que tienen las palabras de Shakespeare y que son las que le confieren su grandeza a la historia de amor entre los dos atolondrados adolescentes. Porque, no lo olvidemos, es la identificación con los personajes y sus historias lo que provoca la emoción en el espectador.

Por otra parte, la versión de Zurro ha sacado el conflicto de Verona y de su época para llevarlo a los años 30 del siglo XX y a un país, en vísperas de una guerra civil, que se va definiendo poco a poco mediante consignas verbales y pequeños elementos formales bastante obvios, como los sempiternos guantes negros del padre Capuleto o el uniforme militar de Paris. A pesar de que estas actualizaciones se han realizado ya en otras ocasiones (llevando la historia al conflicto palestino-israelí, por ejemplo), en esta ocasión, el hecho de escuchar los parlamentos originales (tan actuales en sí mismos) en boca de unos personajes extrañamente vestidos y ambientados en otra época que tampoco es la nuestra, provoca una rara sensación de artificio.

En cualquier caso, quizá algunas de estas apreciaciones no sean más que pruritos de los que amamos a Shakespeare y esperábamos, cuanto menos, sentir algo de la emoción que experimentamos al leerlo.

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