García Varela & Fernández | Crítica

Canciones, sonatas y eslóganes

Rosa García Varela y Pepe Fernández en el Alcázar

Rosa García Varela y Pepe Fernández en el Alcázar / Actidea

El recital de estos dos jóvenes sevillanos, que se habían presentado ya este mismo año en el Maestranza, cabe leerse desde atrás, desde ese milagro que es la Sonata para viola de Rebecca Clarke en una transcripción (si no me equivoco, de la propia autora) para el violonchelo que, aun conservando la fuerza del original y ahondando en su contundencia, pierde algo de su carácter elusivo, envolvente; la música funciona perfectamente así, pero se hace más afirmativa y pierde algo de su sugerente poder interrogativo. Al menos eso me pareció en su interpretación, técnicamente irreprochable, musicalmente de enorme altura.

Rosa García Varela había mostrado ya un sonido bello, cálido, firme, preciso, de impoluta afinación y notable carácter, que dio al canto de las romanzas de Clara Schumann (auténticas canciones sin palabras) una elegante flexibilidad, eludiendo vibrato estructural y melosos portamentos, y se hizo virtuoso y agudo en el Capricho de Fanny Hensel. Pepe Fernández acompañó con absoluta probidad, y ambos se imbricaron en las Tres piezas de Nadia Boulanger, mucho más polifónicas (tienen origen organístico), con una significativa variedad en el fraseo, que explotó incluso con agresividad en esa danza española del final.  

Pero en la Sonata de Clarke todo eso, siendo importante, no es suficiente. Obra bien fijada en su tiempo (la escuela pastoral inglesa está detrás de ella tanto como Debussy), pero que se abre al futuro con un lenguaje armónico complejo, lleno de recovecos (ahora modal-pentatónico, luego tonal, más allá hexatónico), y de una rítmica verdaderamente desafiante, los dos jóvenes la afrontaron desde el arranque con un sonido pleno, poderoso, más atentos quizás a su extroversión que a sus detalles más íntimos, aunque se agradece que no escamotearan las disonancias, que resultaron incluso enfatizadas. Interpretación ardorosa e intensa, de extraordinaria vitalidad, muy juvenil si se quiere, capaz de mostrar a dos auténticos prodigios musicales, que van mucho más allá de la mera agilidad atlética o la lección bien aprendida de sus maestros. Ilusiona escuchar a jóvenes con esta personalidad artística, con este talento sin cortapisas.

¿Qué necesidad tenía el buen pianista utrerano de rebajar el espectáculo con un discurso entre obras balbuciente, entrecortado, poco articulado, lleno de tópicos sobre la condición femenina en música y plagado de inexactitudes y falsos señuelos?

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