El lied exige del cantante una pureza absoluta en la emisión, limpieza en el fraseo, contención en la expresión y control permanente del color. Sólo así se puede dotar de sentido semántico a ese microscosmos que es cada canción. Unas canciones, además, pensadas para el entorno de intimidad del salón o de la sala de cámara, con la complicidad exclusiva del piano. No tener en cuenta estos condicionantes puede acarrear tergiversar y emborronar lo escrito y vaciar de contenido a la música y las palabras de cada pieza.

Es lo que le ocurrió anoche a Philippe Jaroussky en su primera interpretación pública de este programa Schubert. Curtido en el mundo de la ópera, del oratorio y de la cantanta barroca, el salto a los dominios schubertianos exige un hondo proceso de despojamiento de elementos estilísticos propios de la música escénica e inapropiados para el lied. Desde la primera a la última de las canciones Jaroussky sembró sus interpretaciones de inapropiados portamentos, esa manera de atacar un intervalo ascendente haciendo sonar todas las notas intermedias alargando la frase y que puede tener sentido expresivo de manera puntual, pero que cuando se repite incesantemente acaba por caer en el amaneramiento y en la cursilería. Lo mismo sucede con el abuso de los filados.

Pero lo más trascendente de su aproximación es la imposibilidad de jugar con los colores de la voz para acentuar el significado del texto y de las notas. Por su tipo de emisión, Jaroussky se mueve en una estrecha franja de la octava superior, pero en el centro y grave la voz desaparece. Por contra, el cantante mostró la delicadeza de sus pianos y pianísimos, con algunas regulaciones muy sensibles (Die Sterne) y medias voces capaces de emocionar.

Ducros acompañó de manera fiel y precisa, a veces con más carga expresiva que la voz.