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La I Guerra Mundial en el cine

Tiro de gracia

  • Basada en una obra teatral e íntegramente rodada en estudio, la cinta de Joseph Losey desciende al fango de las trincheras de Passchendaele para enarbolar un duro alegato antimilitarista

Rey y patria (King and Country, 1964), de Joseph Losey.

Rey y patria (King and Country, 1964) guarda no pocas similitudes con Senderos de gloria (1957), aunque esta última haya corrido más suerte en todas las listas con las mejores películas sobre la I Guerra Mundial.

Ambas están dirigidas por cineastas norteamericanos que acabaron trabajando en Inglaterra, exiliados por motivos políticos (Losey, simpatizante comunista y hombre de teatro, huyendo de la Caza de Brujas e instalado allí desde 1953) o profesionales (Kubrick enfrentado al sistema de los estudios); ambas profesan un discurso abiertamente antimilitarista; ambas se distancian de toda épica guerrera para centrarse en el drama humano a ras de trinchera y barracón, siempre del lado del soldado raso y cuestionando las decisiones de los mandos; ambas comparten un episodio judicial por deserción como núcleo central de su argumento; ambas reivindican el expresionismo del blanco y negro para recrear una atmósfera malsana y denunciar el sinsentido de una contienda histórica y moral de hombres contra hombres.

En el filme de Losey se deja sentir el peso y la densidad de la palabra, el carácter dramático de sus materiales (procedentes de la obra teatral de John Wilson) y su condición escenográfica (la cinta está recreada íntegramente en estudio), su estructura en tres actos claramente delimitados, su concentración espacio-temporal, sus apuntes brechtianos en el montaje y la hibridación de materiales documentales con la ficción, propios de una época en la que las audacias de la modernidad habían contagiado el estilo de cineastas que, como Losey, se habían curtido en las formas del cine clásico.

Apenas un año después de El sirviente (1963), su primera colaboración con Harold Pinter, Losey convocaba de nuevo a un enorme Dick Bogarde y al joven Tom Courtenay, icono del Free cinema (La soledad del corredor de fondo), para enfrentarlos en un duelo desesperado por la supervivencia y desenmascarar el absurdo de la guerra detrás de los grandes lemas del patriotismo, el honor, la lealtad y la obediencia.

Todos esos elementos, su propio e inevitable desenlace, están ya anunciados en un soberbio prólogo en el que Losey demuestra ser mucho más que un ilustrador de textos de alta densidad dramática con caligrafía barroca. Unas imágenes de archivo preceden al recorrido por estatuas y monumentos que conmemoran y exaltan la batalla o recuerdan a los caídos de la Gran Guerra sobre los sonidos del tráfico y una melodía interpretada por una armónica. La cámara se fija en el barro y los charcos bajo la lluvia, se desplaza mostrando los restos de la batalla; la imagen de una explosión queda congelada, se suceden algunas fotografías, sigue sonando la armónica: un caballo muerto, un terreno devastado bajo la niebla, la calavera de un combatiente y, sobre éste, un fundido encadenado que nos lleva al soldado Hamp tumbado en su catre, esperando en su celda el consejo de guerra por deserción: "Aquí yacemos muertos, porque escogimos no vivir, y perder la tierra que nos enorgullece. / Perder la vida no es tanto, aunque los jóvenes no lo creyéramos. / Y nosotros lo éramos", reza la sarcástica voz en off.

Estamos en 1917, en el frente de Passchendaele. Hamp (Courtenay) ha sido apresado y devuelto a su destacamento después de intentar huir a casa. La Ley militar dispone que el teniente Hardgreaves (Bogarde) se haga cargo de su defensa en un juicio de guerra. En el primer acto del filme asistimos a la toma de contacto y el nacimiento de la empatía entre ambos. La estrategia para evitar la pena de muerte consistirá en alegar enajenación transitoria. Losey visualiza los recuerdos del soldado en demoledores flashes con la imagen del hijo o el amante de su esposa, la misma que ha obligado al hombre a demostrar su hombría alistándose voluntario para luego abandonarlo.

El juicio ocupa ya todo el segundo acto: los mandos militares son escrutados de cerca por la cámara como ejercicio de toma de postura frente al discurso moral del abogado y la autodefensa del reo, que se sabe desertor pero se resiste a confesarlo para salvar la vida. La leve psicología justificativa ha dado paso a la elocuencia crítica, a la dialéctica implacable de la Ley militar enfrentada al miedo del hombre, una dialéctica que lo es también de la vieja lucha de clases. Mientras tanto, en el exterior, los soldados ociosos acorralan, atrapan y matan a una rata en el lodazal infecto: la metáfora es evidente.

El tercer acto se nos revelará en toda su intensidad crítica, en todo su pesimismo, de nuevo a través de poderosas imágenes que trabajan por encima de las afiladas palabras o las estupendas interpretaciones: el soldado ha sido condenado, el fusilamiento es inminente. Se forma el pelotón y Losey decide colocar la cámara en su exacto e impersonal punto de vista; se da la orden de fuego, algunos "deciden" no apuntar al cuerpo y yerran el disparo. Con todo, el soldado cae abatido, pero no muerto. Será el propio teniente, también derrotado, consciente de la gran farsa de la que acaba de ser partícipe, el que lo remate finalmente disparándole con su pistola un tiro de gracia en plena boca, un disparo que también lo es de compasión, de suicido en cierta forma, en una imagen final seca, atroz y devastadora para un filme que, en palabras de Ángel Fernández Santos, quedará como "un corroedor vitriolo antimilitarista que ningún ejército de ningún país, comenzando por Gran Bretaña, tal vez perdonará jamás".

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