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Cultura

Verdades no obligatorias

  • Wislawa Szymborska odiaba hablar de sí misma. Lo hacen ahora por ella Anna Bikont y Joanna Szczesna en esta reveladora biografía de la gran poeta polaca que recibió el Nobel en 1996.

Trastos, recuerdos: Una biografía de Wislawa Szymborska. Anna Bikont y Joanna Szczesna. Trad. Elzbieta Bortkiewiez y Ester Quirós. Pre-Textos. Valencia, 2015. 676 páginas. 29,70 euros.

Reconstruir el pasado es siempre un ejercicio de impostura. La memoria es sólo una coartada imperfecta. Los documentos oficiales, los alfileres que apuntalan un patrón deshilachado. Que el resultado sea fiel a la realidad, y a la vez creíble, depende de la habilidad del biógrafo para mantenerse encima de la cuerda floja: a un extremo, la verdad (¿y cómo dilucidarla?), al otro, lo verdadero.

Wislawa Szymborska (1923-2012) odiaba hablar de sí misma. Le parecía indecoroso, no creía que tuviese interés alguno. Pero sobre todo, estaba convencida de que el recuerdo era un estado pasajero de la conciencia. Para ella, las conversaciones con los que no estaban no se habían acabado definitivamente porque no estuvieran. Hablar sobre ellos era casi indecente y, sobre todo, impreciso. Apenas tuvo faceta pública hasta que consiguió el Premio Nobel de Literatura en 1996. Hasta entonces, es decir, durante más de 70 años, sólo había concedido poco más de diez entrevistas. Y ya era una poeta reconocida, publicada y traducida.

En Trastos, recuerdos: Una biografía de Wislawa Szymborska, Anna Bikont y Joanna Szczesna se enfrentan a la tarea de reconstruir la vida de la poeta polaca con muy pocas armas. Al menos les faltaba la principal, la voz de su protagonista. Tan sólo cuando en 1997 se publicó un adelanto de la biografía, que incluía un árbol genealógico y algunas viejas fotografías de su padre, Wislawa se decidió a participar, aunque únicamente para confirmar o precisar algunos datos.

Pero esta aversión de Szymborska a la exposición pública no significa que nunca hubiese hablado de ella: hablaba de sí misma en sus poemas y también en los artículos sobre libros que bajo el título de Lecturas no obligatorias estuvo publicando durante más de 30 años en varias publicaciones periódicas.

Bikont y Szczesna diseccionaron esos artículos en busca de detalles autobiográficos, y encontraron un material valiosísimo: "Así supimos que Wislawa Szymborska admiraba la pintura de Veermer de Delf, odiaba jugar al Monopoly, detestaba el ruido, no le disgustaban las películas de terror, visitaba con agrado los museos arqueológicos, no se imaginaba que alguien no tuviera en su biblioteca particular Los papeles póstumos del Club Pickwick de Dickens, adoraba a Montaigne y se deleitaba con el diario de Samuel Pepys".

Estas Lecturas no obligatorias trufadas de pequeñas confidencias se convierten así en la principal fuente de información que sustenta esta biografía. Pero no sólo. También se incorpora lo que dicen otros de la escritora. Amigos y compañeros que ofrecen una visión matizada de muchos episodios de su vida. Y además, sobre todo, están sus poemas, que son uno de los principales alicientes de esta biografía, que también podemos leer como una sencilla antología que nos acerca a la obra de Szymborska.

Aciertan Bikont y Szczesna en su estrategia de aproximación periférica a la vida de Szymborska porque permite que el lector cree su propio hilo conductor y, tirando de él, alcance a reconstruir su propia versión de los hechos. Ayuda también el carácter no estrictamente lineal de la biografía. Su vocación de profundizar en ciertos aspectos y pasar casi de puntillas sobre otros, como la controvertida filia de Szymborska con el régimen comunista de su país, parece obedecer a una deliberada voluntad de estilo: no pasa nada mientras todo pasa.

¿Pero quién es Wislawa Szymborska a la luz de esta biografía? Sin duda, una mujer fuerte. Una superviviente capaz de encontrar siempre un lugar para la reflexión y el recogimiento en la poesía que cultivó desde muy joven. Como escritora, nunca se prodigó. Siempre escribió despacio y siempre tuvo conciencia de que la escritura era un oficio. A ese oficio de escribir no entregó su vida, porque también vivió. Por eso su obra es vida y es grande. Escribió propaganda comunista cuando tocó: "Entre nosotros hay escritores que se resistieron a la tentación y prefirieron confiar en su propio instinto y conciencia, y no en intermediarios de cualquier especie. Desgraciadamente yo sí caí en la tentación, cuya prueba son mis dos primeros libros de poemas". Y también sobre los desastres de la guerra, sobre sus padres, sobre el amor, el miedo y la muerte sin dejarse llevar por excesos sentimentales.

De sus errores admitidos, pronto dirimidos; de su vida fácil de un tiempo, de su vida dura de otro; de su fama apabullante a partir del Nobel la salvaron su facilidad para deleitarse con las cosas pequeñas, con la naturaleza, pájaros y gatos, árboles y montañas. También su capacidad para disfrutar de esos sencillos placeres que personalmente la reconfortaban: fumar, beber vodka, hacer collages o escribir postales personalizadas a sus amigos, a los que se mantuvo fiel hasta el final de su vida.

Siempre tuvo un lugar para la felicidad: la Casa de Reposo Astoria de Zakopane. Allí estaba sentada escribiendo un poema cuando el 3 de octubre de 1996 la llamaron para comunicarle que le habían dado el Nobel de Literatura. Acabó ese poema años después.

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