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Muere Antonio Gala

Gracias, Antonio

Antonio Gala.

Antonio Gala. / Álvaro Carmona

La mañana de aquel octubre de 2002 en la que me dirigía a instalarme en la Fundación Antonio Gala, llovía. No lo hacía intensamente. Era una lluvia modesta, pero de una altísima eficacia, tal y como estaba a punto de comprobar. El coche en el que viajábamos un amigo y yo, a la altura de Alcaudete, comenzó a deslizar sobre el asfalto hasta que dio contra un quitamiedos, que no aguantó el impacto, y acabamos dando alguna vuelta de campana terraplén abajo. Como cualquiera imaginará, fue un susto con el que a veces sigo teniendo pesadillas y que me lleva a frenar continuamente cuando voy de copiloto. Por suerte, salimos ilesos de aquel aviso que nos dio la vida en mitad de una curva de una carretera nacional, así que algunas horas después pude llegar a la Fundación e instalarme —pálido, tembloroso, medio muerto, entumecido— en una de sus habitaciones. Cuando Antonio Gala tuvo conocimiento de lo sucedido, que fue ese mismo día, tomó la decisión de que acudiría a Córdoba lo antes posible. Y eso hizo. Recuerdo la escena más o menos así. Antonio Gala, ese escritor que tantísimas veces había visto en la televisión y que había leído en mi habitación empuñando un lápiz, se aproximó a mí y me preguntó a bocajarro: ¿Tú eres el que ha tenido el accidente? Tardé en contestarle porque el cerebro, quizá por los golpes, quizá por la emoción de tenerlo delante por primera vez, no me centrifugaba bien del todo, y cuando alcancé a articular una respuesta, no pasé de un monosílabo: Sí. A lo que él añadió: No me extraña que vayas teniendo accidentes por ahí. Hasta yo, que estaba conmocionado, solté una carcajada. Después me dio un abrazo y me dijo algo al oído que no olvidaré jamás porque sentí su honda sinceridad: Me alegro tanto de que estés en casa.

Eso, entre muchísimas otras cosas, era Antonio. Un hombre con un sentido del humor que le sacaba los colores a la vida y, si era necesario, a la mismísima muerte. Un hombre de una generosidad tal que decidió devolverle al arte lo que el arte le había dado a él, imaginando y creando uno de los lugares más alucinantes y alucinados que hay en este país: la Fundación que lleva su nombre. Un hombre que siempre encontraba la palabra justa con la que seguir defendiendo nuestras esperanzas; la de quienes lo leíamos, lo escuchábamos y lo abrazábamos, pero sobre todo la de quienes todavía no lo habían leído ni escuchado ni abrazado. Un hombre que sacudía la curiosidad de los lectores como si fuese una sábana secándose en la azotea. Un hombre que celebraba la vida con alegría, con fiereza, con honestidad, con gracia, con hondura y con compromiso. Un hombre al que estaré agradecido toda mi vida. Gracias, Antonio. Me alegro tanto de que aquel día me dieras aquel abrazo. Te debo tanto…

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