La atemporalidad de García Márquez
El primer aniversario de la muerte del Nobel, cumplido la pasada semana, sirve a Leopoldo de Trazegnies Granda para evocar su grandeza literaria.
CON la solemnidad de los tímidos, Florentino Ariza se atreve a decirle a la viuda del doctor Juvenal en la misma tarde del entierro de su marido: "Fermina, he esperado esta ocasión durante más de medio siglo, para repetirle una vez más el juramento de mi fidelidad eterna y mi amor para siempre". Es uno de los escasos diálogos de El amor en los tiempos del cólera, la novela que Gabriel García Márquez consideraba la más importante de su obra, más aún que Cien años de soledad.
Florentino, lleno de ilusión y desamparo, había esperado 50 años para declararle su amor a su amada casada con el doctor Juvenal. Sus sentimientos trascendían la realidad, no le servían sólo para los tiempos del cólera, sino que se habían perpetuado en un presente continuo. De existir la eternidad, se diría que éste era un caso de amor eterno. Florentino nunca perdió la esperanza y no estaba dispuesto a que el paso de los años lo hiciera claudicar. En esta novela la elasticidad del tiempo es el silencioso protagonista.
Menciono esta obra porque tal vez sea la que nos muestre más claramente la capacidad de García Márquez de apelar a la memoria del narrador no para tanto recordar los hechos pasados como para vivirlos en tiempo real, para hacer que fluyan sin tener la sensación de que pertenecen al pasado sino como si todo sucediera en un tiempo único: la realidad que se transforma es lo anecdótico, como la naturaleza, pero los sentimientos permanecen inmutables en todo momento. Este sólido elemento atemporal domina toda la obra del colombiano y no tiene correspondencia en otros miembros del boom hispanoamericano.
En la mayoría de sus novelas lo primero que hace el autor es anular el tiempo. Lo hace en las primeras líneas de Cien años de soledad: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo". Y el coronel Aureliano Buendía emplea los pocos minutos que le quedan de vida en recordar un hecho aparentemente nimio de su infancia, pero que lo eleva a la categoría de su propia muerte. Apela a la memoria para hacer desaparecer el tiempo, para hacer que fluya como si todo estuviera sucediendo al mismo tiempo.
En Crónica de una muerte anunciada el escritor ingenia un verdadero malabarismo al crear un universo independiente regido por normas atemporales. En el pueblo donde iba a ocurrir el asesinato se sabía todo lo que pasaba, se sabía incluso "antes de que sucediera". A pesar de ir dándonos las horas precisas del día en que mataron a Santiago Nasar, el tiempo queda suspendido desde que éste se levanta por la mañana hasta que lo matan por la tarde. El lector lo presiente muerto en la primera línea y sin embargo lo continúa viendo vivo en la última.
En la denostada Memoria de mis putas tristes prepara un encuentro imposible entre los 14 años de la vida de una niña inocente y los experimentados 90 de su protagonista. Lo que podría haber sido un relato moralmente reprochable, consigue convertirlo en un acto de ternura y sensibilidad asombrosas por medio de la eliminación del tiempo, de la edad, el de la vejez. En este caso el pasado no es la nostalgia por algo que ya ha terminado, pues el anciano vuelve a experimentar la ilusión de sus años de juventud, y si hay añoranza, es la de un futuro que ya no va a poder vivir. La niña dormida e intocada lo redime de la soledad de su ancianidad, la simple presencia de la niña va a eliminar de su vida los años que lo hicieron viejo.
En ese desconcertante librito de cuentos sobre la muerte que es Ojos de perro azul los límites del espacio y el tiempo se amplifican fuera de la realidad: "Pero ahora, en su nueva vida temporal e inespacial, estaba más tranquila. Sabía que allá fuera de su mundo todo seguiría marchando con el mismo ritmo de antes", se lee en un pasaje del mismo. Hasta El general en su laberinto es un largo trayecto hacia la muerte, pero en sentido inverso. Simón Bolívar recorre en poco tiempo el vendaval de acontecimientos que surgen en su memoria.
Podríamos seguir comprobando cómo la atemporalidad está presente en toda la obra de García Márquez. Ninguno de sus personajes se lamenta nunca de algo que ya haya terminado porque en su literatura nada termina por desaparecer. La añoranza que en ocasiones reaparece es el ansia por vivir un futuro que siempre resulta incierto. Sin embargo, la carencia de añoranza por el pasado no va en detrimento de la poesía de su obra, todas sus novelas sugieren un mundo maravilloso, tal vez exótico, que algunos han llamado mágico. Se etiquetó su estilo como realismo mágico y se extendió la denominación al grupo de heterogéneos escritores hispanoamericanos que surgió al mismo tiempo en la Barcelona de los años 60 al amparo de Carmen Balcells y Carlos Barral.
Realismo sí tiene García Márquez, pero no es mágico; la magia está en los sentimientos de cada uno, lo suyo es realismo poético logrado a través de una visión fantástica de la realidad.
Toda la obra del autor colombiano es profundamente literaria, es decir, el énfasis lo pone en el valor de la palabra y no en la descripción de la imagen. En una entrevista contó que de niño se salvó de ser atropellado por una bicicleta gracias al oportuno grito de "¡Cuidado!" que le gritó un cura que pasaba por allí. Desde entonces fue consciente del valor de las palabras.
Gabriel García Márquez no ha muerto, estará en su laberinto, el laberinto literario de los escritores que como él ya no pueden morir. La prueba es que para verlo paseando por Macondo basta con abrir cualquiera de sus libros y podremos oír su idolopeya contándonos que los mayas tenían un dios especial dedicado a las palabras. Las palabras que él ha usado para crear literatura destruyendo el tiempo.
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