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ADIÓS A CARMEN LAFFÓN
"Carmen Laffón tenía un mundo privado que guardaba celosamente. Todos los colaboradores y amigos sentíamos una profunda devoción hacia ella". Así despedía ayer su fiel fotógrafo, Claudio del Campo, a la pintora, académica, escultora y maestra de tantas generaciones de artistas. Fue Juan Bosco Díaz-Urmeneta, autor de su monumental Catálogo Razonado, publicado por la Fundación Cajasol en edición no venal y que se debería editar de urgencia para ponerlo al alcance de todos los interesados, quien señaló en una primera hora la libertad con la que Laffón trabajó siempre -y que le permitió desbordar géneros y hermanar lenguajes gracias a su poderoso conocimiento de ellos- así como la importancia que concedía a la idea o la intención de la obra antes que al estilo.
Con esos puntos de partida arrancó, en su casa familiar de la calle Vírgenes, donde este domingo se instaló su capilla ardiente, una carrera llena de rigor y belleza que le valió las máximas distinciones, incluido el ingreso como miembro de número en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, pero injustamente no le otorgó el Premio Velázquez, el Nobel de las artes visuales, que era el galardón que mejor se hubiera adecuado a la que es, desde el sur, heredera del autor de Las hilanderas por su magistral habilidad para tratar la luz y el aire.
Laffón, a instancias de su padre, comenzó a estudiar con el profesor recién jubilado Manuel González Santos, que también veraneaba como su familia en La Jara. Con él aprendió diversas técnicas, como el óleo, el pastel y el temple, que nunca abandonó. Al poco de fallecer su maestro, en 1949, ingresó en la Escuela Superior de Bellas Artes de Sevilla, donde encontró un nuevo punto de referencia en la figura de Miguel Pérez Aguilera, que, como estudió Juan Bosco, "la animó a encontrar su camino personal evitando fórmulas y recetas", y a centrar la atención en la relación entre la figura y el espacio, en lugar de los detalles primorosos.
Como don Miguel Pérez Aguilera, Laffón ha fallecido de manera silenciosa, acorde con su vida y su carácter. Con el tiempo, ella misma acabó siendo la referencia de numerosas generaciones de artistas que, como Curro González o Ana Barriga, la consideraban su contemporánea.
Su última exposición en Madrid, en marzo de este año, llevó al Real Jardín Botánico y a su galería Leandro Navarro sus paisajes más recientes de la costa gaditana. La serie de La sal, que reúne obras desde 2017 al presente, fue la afirmación postrera de su libertad como creadora: en ella convivían pinturas al óleo, témpera y carbón sobre madera o papel, con esculturas y bajorrelieves en escayola pintada. Eran especialmente emocionantes los papeles en carbón y pastel que ejecutó durante los meses del confinamiento: el contraste entre el blanco de la sal y los grises del entorno suscitaban una reflexión, que hoy estremece, sobre la convivencia entre opuestos, el día y la noche, la luz y la oscuridad, el nacimiento y la muerte.
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