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Cultura

Un buen rato

Un buen rato me tuvieron Pablo Texón, Sofía F. Castañón y Veenfabriek mirando el reloj, hasta que el aburrimiento desbordó los límites de lo razonable forzándome a transgredir yo mismo la norma mediante un acto tan políticamente incorrecto como abandonar la sala y salir a la puerta a fumarme un cigarro. En esta espiral de degradación moral, proseguí mi camino al infierno recalando en el bar del teatro, donde otros insensibles se me habían adelantado cambiando la poesía por la ingesta de botellines. Huelga decir que me uní a ellos.

Ah, el spoken word. Ya no hace falta explicar lo que es ni recordar que bajo tan amplio paraguas cabe casi de todo, pero quizás sí que se vaya haciendo necesario delimitar algunos márgenes para evitar la anual dosis de presunción que (¿inevitablemente?) se cuela en cada edición de Palabra y Música. Vale, aceptamos leer poesía con un fondo musical interpretado en vivo como spoken word. Hasta ahí podíamos llegar, máxime si el fondo sonoro está elaborado con tino por cinco músicos curtidos, los holandeses Veenfabriek, capaces de una pirueta tan loable como la de convertir el material percusivo en colchón atmosférico. Mi problema no está ahí, sino en que las cuitas literarias de los asturianos, por momentos propias de un recital de instituto, tienen para un servidor, demasiado viejo ya para según qué cosas, el mismo interés que para el lector el relato de los hechos que protagonizó este crítico una vez que se decidió a salir a fumar: nulo. Demasiado tambor para tan poco texto.

Un buen rato, muy buen rato, me hizo pasar John Cooper Clarke, personaje delirante y entrañable, superviviente hasta la fecha de infiernos reales y afortunado dueño de un sentido del humor que lo mismo le permite enfrentarse a la existencia que a la audiencia y salir victorioso en ambos casos. Figura emblemática del punk británico de los 70, hoy en merecido proceso de revalorización, Cooper Clarke entronca con esa vertiente del spoken word que fía a la sinceridad de la palabra y al malabarismo de su interpretación todo el valor y riesgo de la propuesta.

Solo, sin música, veloz en el nasal recitado de sus poemas -instantáneas de cotidianeidad bizarra y apariencia desquiciada retratadas con la lucidez del observador sagaz- e hilarante en las introducciones de los textos -chistes y chanzas disparados con puntería de veterano-, el mancuniano nos proporcionó en poco más de cuarenta y cinco minutos el mejor antídoto contra el veneno de la trascendencia: la intuición de bordear el ridículo a diario o, al menos, la sospecha del sinsentido de tantos de nuestros actos.

Johnny, cierto es, está un poco cascado y la velocidad se resiente tras varios ataques de tos -"no blood", ironiza aliviado y con voz cavernosa mirando el pañuelo que acaba de llevarse a la boca-, pero eso no le resta ni un gramo de valor a su memorable paso por el festival. Si acaso, nos inclina a pedirle que se cuide. Los tipos como él no abundan.

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