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La enfermedad de escribir | Crítica
'La enfermedad de escribir'. Charles Bukowski. Edición y traducción de Abel Debritto. Anagrama. 240 páginas. 20 euros
"Soy vago menos para escribir", escribe Charles Bukowski el 5 de marzo de 1978 [a tío Heinrich]. Es un hombre de 58 años que bebe vino blanco –le gusta hacerlo mientras escribe y escucha música sinfónica– y que ha bajado 15 kilos de peso porque Linda Lee lo ha puesto a dieta y ha dejado la cerveza y el whisky.
En esa afirmación hay una verdad incontestable. Bukowski se pasa el día escribiendo y bebiendo. Cuando no lo hace se dedica a rascarse los sobacos, que es lo que más le gusta. Que haya dejado la cerveza ya no es verdad. Quizá lo era en el momento en que escribió esa carta a tío Heinrich, pero en otra dará cuenta de que está criando una panza cervecera. Con la cerveza suple la abstinencia de whisky. De éste ya ni gota. Lo ha dejado. Le hacía "sangrar por el culo". Lo dice así. ¿Qué otra forma hay de decirlo?
Quizás este libro precise de un club selecto de lectores –no en el sentido de refinado, desde luego, con Bukowski ya se sabe, sino de escogido–, pues difícilmente despierte interés (¿o tal vez sí?) en neófitos en el universo de Hank. La enfermedad de escribir requiere estómagos vacíos, hígados trabajados y desde luego al menos un punto –o varios– de coincidencia con la misantropía del autor de estas cartas disparadas desde una trinchera solitaria y asediada, aunque quizá sea más adecuado decir montadas en el zulo de este unabomber literario. A quien en su vida jamás se le haya ocurrido acercarse al autor de a veces cuando estoy triste escucho a Mahler –poema en el que por cierto escribe otra verdad como un templo: "ahora mismo escucho La marcha de los toreros/de la ópera Carmen de Bizet,/ vaya mierda más infumable"– estas misivas, desconectadas de la lectura de La senda del perdedor, Factótum o Tormenta para los vivos y los muertos –por citar sólo algunos libros– le podrán parecer la desabrida diatriba de un beodo pasado de vueltas y enfrentado al mundo. La gracia es un don. La amenidad también. Y quien no la tiene multiplica esa carencia cuando se pasa con las copas. No es el caso de Bukowski.
No hace falta leer a Bukowski con un bolígrafo y una libreta al alcance en la que anotar palabras y términos que hay que buscar en el diccionario para saber qué dice, al contrario de lo que ocurre con otros tantos autores que hacen de la petulancia la piedra angular de su escritura. Si con Bukowski se echa mano de ese bolígrafo y de esa libreta es para anotar frases como si fueran la fórmula de un explosivo o las instrucciones de su mecanismo de detonación (cierto es que ha tenido demasiados imitadores, pero la mayoría ha copiado mal las indicaciones y el artefacto les ha estallado en la cara o simplemente su pólvora estaba muy mojada de antemano).
Es uno de los atractivos de la lectura de estas cartas, aunque uno mismo vuele con ellas por los aires. Porque se descubre a pesar del zambombazo –o gracias precisamente a él– que hubo alguien en algún lugar con una máquina de escribir o con un lápiz y unas cuartillas que además de ajustar cuentas consigo mismo también lo hacía con los demás, escribiendo libremente lo que quería escribir mientras oía los gruñidos de sus tripas e intentaba silenciarlos con un trago y otro. "Ni siquiera soy un artista de verdad, sino una especie de impostor que escribe desde el asco más absoluto. Pero cuando veo lo que escriben los demás, sigo adelante. ¿Acaso me queda otra?".
En este epistolario de alta graduación y goma-2 no engaña a nadie Bukowski. El lector se da de bruces a lo largo de estas cartas con alguien con el que no se romperá el vínculo –mayormente si éste se fraguó tiempo atrás–a pesar de discrepar con muchas de sus opiniones. Bastantes. Bukowski no hace regalos. No tiene ni tiempo ni dinero para ello. Esa "enfermedad" del título del libro lo tiene muy ocupado. La otra también: "Cuando vendí la máquina de escribir en San Francisco para emborracharme..." (inevitable aquí no evocar esa terrible imagen de un aterrado y sudoroso Don Birnam/Ray Milland en Días sin huella cargando con su máquina de escribir presa del síndrome de abstinencia mientras busca inútilmente una casa de empeños judía abierta en pleno sabbat).
De manera que ya sea tecleando o a mano –así fue como escribió entre 1945 y 1954–, Bukowski produjo una correspondencia oceánica entre cuyos destinatarios están Henry Miller, John Fante, Lawrence Ferlinghetti... amén de numerosos editores. Redactaba cartas a diario, muchas sobre asuntos que nada tenían que ver con el arte de escribir. Y cuando las dedicaba a este asunto tampoco se andaba por las ramas. Sobre Faulkner: "Por mi parte, y tal vez sea el único, me alegré mucho, bueno, tal vez no me alegré, pero respiré con más libertad cuando Faulkner murió, no porque hubiese más espacio sino porque nos marearía menos" (a David Antin en 1965). O "Gran parte de la obra de Faulkner es pura mierda, pero es una mierda inteligente, maquillada con inteligencia" (a Jon Webb en 1961; el autor de El ruido y la furia recibirá el Nobel en 1962). Y en la era hippy, sobre Allen Gingsberg: "Su barba destaca y suele salvarle, pero es imposible escribir poesía con una barba (...) pero claro, depende de Leary y de Bob Dylan, quienes acaparan noticias de portada" (a Harold Norse en 1967). Y sobre escritores mediáticos: "Me alegro de no ser Norman Mailer ni Capote ni Vidal ni Gingsberg leyendo con The Clash, y me alegro de no ser The Clash" (a Loss Pequeño Glazier en 1983).
En el otro extremo de sus misivas empadadas en alcohol están las dedicadas a Céline, del que escribe en una remitida a Henry Miller en 1965 después de leer Viaje al fin de la noche: "Hizo que me avergonzara del pésimo escritor que soy" y "Céline, Céline, dios mío, Céline. ¿Cómo es posible que haya existido un hombre así? Otra birra".
Él mismo lo dijo en otra carta. Y resuena como un lema: "No existe lo correcto".
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