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Cantos | Crítica
'Cantos'. Ezra Pound. Sexto Piso. Madrid, 2018. Traducción de Jan de Jager. Prólogo de Giorgio Agamben. 1220 páginas. 37,90 €
Agamben, en su excelente prólogo, señala la alta singularidad, la naturaleza anómala de esta obra, y la relaciona con otros dos hitos de la modernidad (de la fractura y la muerte de la modernidad), como son La tierra baldía de Eliot y el Finnegans wake de Joyce.
Segun Agamben, el vínculo establecido entre tales obras no sería otro que el de la carencia de significación, la ruina del sentido, representada ya por las vanguardias plásticas de primeros del XX. Es decir, que en los Cantos de Pound, y en mayor modo en Eliot y Joyce, lo que se ofrece es la desordenada colecta de una civilización, la civilización occidental, expuesta como vertedero.
Esto mismo es lo que, de otro modo, quizá más dramático, ofrece Von Hoffmannsthal en su Carta de Lord Chandos, memorable pastiche culturalista (como La tierra baldía de Eliot, como estos Cantos de Pound, que buscan el timbre y la nobleza perdidas del Dante), y donde lo que se elucida no es la supervivencia de la "forma" y la desaparción del "fondo", como sugiere Agamben siguiendo a Benjamin, a Sholem y a Kafka, sino el extrañamiento, la dificultad, de encontrarle un sentido al mundo, a pesar de saber de que ese sentido existe y está ahí, oculto en la oscuridad, latiendo tras la fría configuración de las palabras.
Ciñéndonos al entresiglo, ese carácter huidizo, indiciario, de la realidad, es el mismo que postularán dos titanes melancólicos, uno discípulo y contradictor del otro, como lo fueron Ruskin y Proust. El lector memorioso recordará que ambos barajaron un concepto del arte, y de lo real, que podríamos llamar impresionista, y que consistía en reconstruir la totalidad de un mundo a través de la factura un capitel románico o mediante el aroma de un té con bizcochos. Es decir, que tanto uno como otro viajaban desde la pincelada breve a la visión global, dejando en medio un aparente desorden. ¿Es este desorden el vacío formal que señala Agamben como característico del arte moderno?
En buena medida, sí. Pero en un sentido que, con frecuencia, se nos olvida. El arte moderno -ese arte moderno que está llegando a sus extremos en Pound y Eliot-, es un recogimiento de cada disciplina en sus propios límites; y en consecuencia, es una reducción, cuando el arte es puro, a la insignificancia y el silencio. Pound, sin embargo, es gloriosamente impuro.
Y su impureza es aquella misma que mueve o que ha movido a Plinio, a Isidoro de Sevilla, a Godofredo de Monmouth, a Atanasio Kircher. Para Agamben, este carácter colectáneo de Pound es la escenificación, la prueba, la metáfora impotente, de un saber y de una civilización en ruinas. Pero podría ser, sin llegar a ese dramatismo sumo, la exposición en fragmentos de un saber que antaño se consideró unitario.
En este recorrido por todas las tradiciones y todas las edades que son los Cantos de Pound, uno tiene la impresión, quizá equivocada, de que el poeta estaba escenificando aquellos invariantes culturales, las pathosformel de Warburg, que se repiten a lo largo de la Historia, de Homero a Francis Bacon, y que son, en cierta forma, un amago de circularidad en el hilo infinito y longilineo del tiempo. Pero también, y esto enlaza con lo dicho anteriormente, uno tiene la sospecha de que el ideal de Pound no es otro que el de los frescos de Mantegna o el Giotto, con el yeso descascarillado, y cuyo aspecto inicial es sólo conjeturable. Los Cantos serían aquí esa conjetura.
Una conjetura que abarca todas las edades y que reúne, bajo un símil plástico, una empresa intelectual destinada, desde su origen, a ofrecerse en fragmentos. Unos fragmentos, por otra parte, y como ya hemos dicho más arriba, que no tienen por qué remitir a la ausencia de significado, sino a esa significación más humilde, más ardua, más laboriosa, de quien aplica su vida a vislumbrar, siquiera vagamente, esos dioses que habitan el aire de Italia ("Flotan los dioses en el aire azur"), y que concentran sobre sí todo ese halo mágico de lo indecible.
Digamos que en Pound se halla el Mundo Antiguo tamizado por la cristiandad y por su noble execración de la usura. También cierta idea de la eternidad, que se muestra por esa repetición de lo viejo en lo nuevo, y de una tradición en otra extraña. Todo ello, repito, ofrecido como un hilo de niebla en el crepúsculo. Y sin embargo, es la luz de los antiguos, su brasa inextinguible, quien lo habita.
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