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Carmen: del mito al desencanto

Tribuna

Muchos viajeros francófonos visitaron Sevilla en busca de la cigarrera de Bizet, pero se toparon con el “olor fétido de barracón” de la Fábrica de Tabacos y con trabajadoras “prisioneras de la indigencia”.

“Para mandar a todos a paseo, voy a Sevilla”

Un detalle de 'Las cigarreras', un cuadro en el que Gonzalo Bilbao recreó la Fábrica de Tabacos y una de las joyas del Bellas Artes de Sevilla. / Museo de Bellas Artes de Sevilla
Juan Villegas Martín

07 de agosto 2025 - 06:30

Como saben los lectores, recientemente se ha celebrado el 150 aniversario del estreno de la célebre ópera con que Georges Bizet, basándose en la novela treinta años anterior de Prosper Mérimée, alumbró uno de los mitos más populares de Sevilla y, por extensión, de Andalucía. Un mito, el de la bella cigarrera gitana, la femme fatale capaz de suscitar en los hombres las pasiones más arrebatadoras, que alcanzó repercusión internacional tras la muerte del compositor y que hoy perdura como rasgo consustancial a la propia identidad sevillana. Conocida es también, como señalaba Francisco Correal hace unas fechas en este mismo diario, la importancia de Carmen como idea inspiradora para otros artistas –Correal se refería a Pierre Louÿs y a su novela La femme et le pantin–, muchos de ellos de la misma nacionalidad que el compositor, atraídos por la imagen de una ciudad que, en el tránsito del siglo XIX al XX, aún evocaba el misterio, la leyenda y el imperio de las pasiones sobre la racionalidad que presidía la vida europea de la época.

Desde hace ya algún tiempo me interesan las relaciones de los viajeros francófonos con la ciudad; aunque en principio mis indagaciones se dirigieron a su visión sobre la Semana Santa, en el curso de estas se cruzaba una y otra vez la figura de la cigarrera de Mérimée y de Bizet. Convertida en uno de los alicientes más notables del viaje a Sevilla, no cabe duda de que la búsqueda de las huellas de Carmen está en la mente de todos aquellos turistas que, tras adquirir sus billetes en las taquillas de la Paris-Lyon-Méditerranée o de la Compagnie des Chemins de Fer d’Orléans, atravesaban la península dispuestos a entregarse al embrujo de la primavera andaluza. Constatamos esa pulsión irresistible, por ejemplo, en una de las postales antiguas que reprodujo la Comisaría de la Ciudad de Sevilla para la Expo 92; en el reverso de una de ellas, remitida en abril de 1920 desde Sevilla por uno de estos viajeros a su corresponsal parisina, puede palparse el entusiasmo por el mito: “¡Resido aquí en la calle donde Carmen vivió con don José!”. No fue, sin duda, este turista anónimo el único que vino a Sevilla tras los pasos de la célebre cigarrera sevillana.

Unos años antes, el escritor belga Jean Haize declaraba en el libro Impressions de voyage: un mois en Espagne su intención de evocar “los más hermosos motivos de la exquisita música de los maestros que quisieron magnificar la vida de Sevilla”. Aludía expresamente a Mozart con Don Juan y Las bodas de Fígaro, Rossini con El barbero de Sevilla y, cómo no, Bizet con su Carmen. Para casi todos los viajeros francófonos, la protagonista de la ópera es el verdadero arquetipo de la mujer andaluza. Valgan para ilustrarlo las palabras del periodista Paul Gaultier, director de la conocida Revue Bleue, en una crónica publicada en enero de 1928, donde, tras entregarse al tópico retratando chales de vivos colores, rojas flores pinchadas en los negros cabellos, miradas y gestos atrevidos, concluye que “Carmen sigue saliendo todas las tardes de la Fábrica de Tabacos”.

Pero la Historia nos recuerda que los mitos difícilmente resisten la prueba de la realidad. Al contacto con la verdad de las cosas, sus perfiles se diluyen, sus brillos se opacan, y de este contraste surge con frecuencia la decepción. Es lo que parece apuntarse ya en las páginas de Souvenirs d’Espagne et de Portugal, la obra que en 1892 publica Máxime Deschamps para dar cuenta de su visita a “la alegre y blanca” Sevilla. Aquí, el autor indica que las cigarreras responden en su mayor parte al “tipo de la verdadera Carmen sevillana”, el cual concreta en “sus grandes ojos descaradamente risueños, su cintura curvada, sus negros cabellos siempre adornados con una flor roja o blanca”. Sin embargo, reconoce que “algunas son viejas y muy feas”, y que, a pesar de su carácter jovial, que exhiben llamando la atención de los visitantes, haciéndoles señas y lanzándoles besos, trabajan hacinadas, casi en cuclillas, y en medio de “un olor fétido de barracón, mezclado con la acidez de la nicotina”.

Una escena de´la ‘Carmen’ que programó este año el Maestranza. / Juan Carlos Muñoz

Al escritor Raoul de Lagenardière, que recorre la Fabrica de Tabacos hacia 1901, parecen interesarle más las realidades que los tópicos. Así, el espectáculo de las naves fabriles, donde dice haber visto trabajar a cuatro mil cigarreras, le llama la atención por la dureza de las condiciones laborales. Mientras lían las hojas de tabaco, muchas de ellas mecen o amamantan a sus criaturas, a las que no pueden atender de otra forma ni dejar en casa durante la jornada. Más que símbolos de la belleza femenina o de la pasión amorosa, estas mujeres, “sobre las que planea el recuerdo de Carmen”, para el escritor son en realidad “prisioneras de la indigencia”. En ello insiste otro viajero, el médico Édouard Gros, para quien la Fábrica de Tabacos es “un edificio corriente, sin carácter”, cuyo aspecto sombrío le recuerda a un cuartel, a un hospital, o incuso a una necrópolis: al “monumento a los muertos [del cementerio] del Père-Lachaise”. Lo dice en su Espagne et Portugal, de 1911, donde afirma que lo que ha visto allí, como en todas las manufacturas, no es más que miseria y mujeres explotadas aferradas a su último recurso vital. Y en cuanto a la belleza de las cigarreras, Gros carga contra el tópico: “Por lo general son feas, pobremente vestidas”, aunque es cierto que, con las calores del verano estas trabajadoras se permiten ciertas libertades indumentarias poco habituales en la puritana sociedad del momento: “A menudo van medio desnudas. Apenas una camisa les cubre los senos caídos y los muslos flácidos”. Pobres mujeres atrapadas en la faena y sin tiempo siquiera para atender mínimamente a sus pequeños, “es la realidad”, concluye el viajero, “Carmen solo existe en el teatro”.

Muchas debieron de ser a lo largo de estos años las decepciones y el desengaño de otros viajeros francófonos, turistas ya en el sentido moderno, que buscaron por las calles de la ciudad la sombra de la mitificada cigarrera de Bizet sin encontrarla. El visitante llega a Sevilla “embadurnado de literatura”, apunta Édouard Helsey, seudónimo del periodista parisino Lucien Coulond. Nada más llegar, el turista “se lanza tras las huellas de Carmen”. Pobre de él, la realidad le aguarda. La Fábrica de Tabacos no es para Helsey más que “un sombrío cuadrilátero” donde “trabajan sin fantasía obreras vestidas de negro, la mayoría viejas”, más parecidas a sencillas costureras que a heroínas de novela. Lo cuenta el periodista en una de las crónicas que sobre la Semana Santa publica en el diario Le Journal en abril de 1929. Ni rastro de Carmen, salvo en lo que a Helsey le parece una única concesión a la leyenda: la flor que todavía llevan prendida en el pelo las operarias de la Fábrica. Por lo demás, nada responde a la imagen idílica conservada en el imaginario del turista francés. “El tiempo ha ajado las mejillas de Carmen, estirado sus labios, arrugado sus ojos y marchitado su frente. La ha convertido en una viejecita”. Sin embargo, sí le parece ver la figura de don José en los apuestos guardias jóvenes que, bajo sus coloridos bicornios de gala, sonríen ante las miradas femeninas en los días de fiesta. Aunque –apostilla– “sin Bizet y sin Mérimée” ni ellos ni las cigarreras serían objeto de la más mínima atención. Posiblemente. Al fin y al cabo, ese es el poder del arte, el de sublimar la realidad ordinaria y perecedera, para, convirtiéndola en sustancia atemporal, fabricar con ella los mitos destinados a perdurar en las generaciones.

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