Un ciclo para celebrar el centenario de Maurice Pialat

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En el centenario de su nacimiento, Atalante pone en circulación un ciclo con un documental, diez largometrajes y varios cortos restaurados del esencial cineasta francés.

Sandrine Bonnaire en una imagen de 'A nuestros amores', el primero de los largos del ciclo Pialat.
Sandrine Bonnaire en una imagen de 'A nuestros amores', el primero de los largos del ciclo Pialat.

Le debemos a José Luis Guarner la que tal vez sea la mejor definición del cineasta francés Maurice Pialat (1925-2003), de quien ahora se cumplen cien años de su nacimiento que la distribuidora Atalante celebra con un ciclo conmemorativo con diez de sus películas, una sesión de cortos (Crónicas turcas) y un documental sobre su cine (Maurice Pialat, el amor existe) que van a poder verse en España a lo largo de ese verano en nuevas copias restauradas en 2 y 4K. De él dijo el crítico catalán que era un “caníbal de la realidad”, para referirse a continuación a Chabrol, por entonces (años ochenta) muy celebrado por la crítica nacional, como un mero “cronista oficial de la villa” si se le colocaba a su lado.

Efectivamente, el cine de Pialat penetra a dentelladas en la realidad de las edades del hombre (de la infancia errática, apaleada y dura de La infancia desnuda a la muerte –de su propia madre– en La boca abierta, pasando por la adolescencia confusa del despertar del deseo o la crisis de la pareja), con esa necesidad y esa urgencia de morder la superficie de los cuerpos y los sentimientos a la espera de que de ellos brote una verdad, casi siempre dolorosa y sincera, que estreche los lazos entre la vida, la cámara y la puesta en escena.

De origen humilde en provincias y temprana vocación pictórica, Pialat fue alegremente colocado como heredero de la nouvelle vague (no en vano su primer largo, La infancia desnuda, estuvo producido y avalado por Truffaut), tal vez por ese vacío que vivió siempre la exhibición española. Sin embargo, conviene situarlo mejor, si es que hiciera falta encorsetar su insobornable y testaruda independencia, como miembro de esa otra generación intermedia post-mayo del 68 de la que también participaron Eustache, Doillon o Garrel, y con quienes Pialat comparte, como señalaba Ángel Quintana, “los ecos de la crisis de la utopía”, resonancias de innegable modernidad que van a reverberar en su mirada oblicua y cruda a la desestructuración de la familia y la pareja tradicionales o en el desconcierto sentimental de los adolescentes que protagonizan A nuestros amores o Aprueba primero.

La mirada de Pialat se posa siempre en las fisuras de la realidad, en las heridas por las que se filtra eso que algunos han dado en llamar “lo real”, de ahí que al ver cualquiera de sus películas uno tenga la sensación de estar sometido a un verdadero ejercicio de tensión de los vínculos primarios entre ficción y espectador que acaba por estallar ante nuestros ojos en fogonazos de intensidad brutal aparentemente incontrolados en los que tenemos la certeza de estar asistiendo a un momento único capturado por la cámara, a una verdad que se escapa de un guion previo, unos diálogos escritos o una predeterminada puesta en escena.

Pialat y Bonnaire en una imagen del rodaje de 'A nuestros amores'.
Pialat y Bonnaire en una imagen del rodaje de 'A nuestros amores'.

Conocidas son las dificultades y conflictos en los rodajes de Pialat, un tipo con acreditado mal carácter, las innumerables repeticiones de tomas hasta conseguir ese necesario despunte de autenticidad, las provocaciones de un director (que aparecía, por sorpresa, en la escena final de A nuestros amores para desconcertar a sus actores), la obsesión por conjugar la realidad con los trucos de la ficción (que, por ejemplo, juntó a auténticos policías y criminales en el rodaje de Police) y por empujar a sus intérpretes a desnudarse emocionalmente ante la cámara más allá de lo razonable o lo recomendable. Prueba de estos logros es que tanto Gérard Depardieu (con quien trabajó en Loulou, Police, Bajo el sol de Satán y El niño), como Sandrine Bonnaire (a quien dio su primer y glorioso papel en A nuestros amores y con quien repetiría en Police y Bajo el sol de Satán), Jean Yanne y Marlène Jobert (Nosotros no envejeceremos juntos), Isabelle Huppert (Loulou) o Jacques Dutronc (que fue su Van Gogh), nunca alcanzaron cotas de interpretación tan intensas y auténticas como las logradas en su cine.

Si el apego de Pialat a la realidad de su tiempo y a su propia autobiografía (no es casual que el director apareciera también desdoblándose como actor en algunas de sus películas) fueron una constante en sus primeros largos, el cineasta emprende en su última etapa creativa un viaje a la historia de la literatura y el arte a través de la obra de Bernanos y Van Gogh. Del primero, adscrito ya a lo mejor del cine francés a través de Bresson (Diario de un cura rural), Pialat adapta Bajo el sol de Satán (1987), una desgarradora y agónica búsqueda de la fe y la santidad, protagonizada por un arrebatado Dépardieu, que le reportó una de las más polémicas Palmas de Oro que se recuerdan en el Festival de Cannes y que supuso la ruptura definitiva del director con el “mundo del cine”, sus peajes e hipocresías. Cuatro años más tarde, el director regresaba a sus propios orígenes con una mirada, más tangencial de lo que cualquier biopic convencional pudiera haber hecho, al último Van Gogh de Auvers-sur-Oise, en quien el director vio siempre a un trasunto de sí mismo: incomprendido, dubitativo, humano, demasiado humano.

> Más información y detalles sobre las películas del ciclo en: https://atalantecinema.com/director/maurice-pialat/

Cartel del documental 'Maurice Pialat, el amor existe'.
Cartel del documental 'Maurice Pialat, el amor existe'.
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